El harakiri, “corte del vientre”, es el ritual de suicidio japonés por desentrañamiento. Formaba parte del código ético de los samuráis, y se realizaba de forma voluntaria para morir con honor en lugar de caer en manos del enemigo y ser torturado, o bien como una forma de pena capital para aquellos que habían cometido serias ofensas o se habían deshonrado (Wikipedia). Generalmente, el samurái no moría al instante, sino que sufría una agonía de varias horas, y para evitarlo se ponía a disposición del practicante un ayudante en el suicidio, seleccionado para tal fin por el propio condenado, un amigo o un familiar. Su misión era permanecer de pie al lado del practicante y decapitarlo en el momento apropiado.
A este ritual se someten, con más frecuencia de lo imaginable, países, instituciones e individuos, cuyas acciones y errores los llevan al borde del suicidio.
Conducir irresponsablemente la economía sin guardar los equilibrios macroeconómicos básicos, necesidad que ya nadie sensato discute, conduce a déficits que se vuelven crónicos, para solventar los cuales se acude al endeudamiento sin límites ni contemplaciones en cuanto a plazos ni tasas de interés para solventar los cuales se emite moneda sin límite, condenando a los países a procesos de inflación imparables. Tal vez Venezuela, con más del 7 000% de inflación en el 2019, sea un buen ejemplo del desenfreno que le conduce a su condición de estado inviable. Así, la política adoptada equivale al suicidio, y no por honor como en el caso de los samuráis.
También entidades y personas adoptan acciones y actitudes que los llevan al suicidio, no voluntario y no purificador.
En la política, sus actores, los partidos políticos, se hacen el harakiri con frecuencia: la corrupción que se deriva del uso abusivo del poder y del financiamiento de la política, aspecto el más delicado y peligroso, ha acabado con más de un partido y más de un líder a nivel mundial. Bettino Craxi en Italia puede ser un ejemplo de suicidio político, de él y de su partido.
El desprestigio universal de los partidos y la política exige la mayor transparencia a una actividad que está en la mira de todos, que no tiene nada reservado, que hace todo público, incluida la vida privada de sus actores.
Los partidos ideológicos, con líderes y conductores responsables, afrontan circunstancias complejas que las resuelven democráticamente. Los partidos caudillistas lo hacen dictatorialmente. Los democráticos e ideológicos subsisten y trascienden. Los otros naufragan en los caprichos, intereses y contradicciones propias de su condición. Cuando los partidos no son capaces de procesar los conflictos a su interior, estos acaban resolviéndose con intervención externa e intereses ajenos, y se causan daños irreparables. Tales acciones conducen, la mayor parte de las veces, al harakiri, al suicidio inevitable, asistido por extraños siempre indeseables.