En su artículo ‘Lesa humanidad’ (EL COMERCIO, 16 de noviembre) Enrique Echeverría, uno de los más excelsos abogados que he conocido, describe algunos episodios que registra la historia reciente y que la frágil memoria se encarga de omitir: “Mediante una carga de dinamita hicieron estallar una casa del norte de Quito en la que vivía un hombre y una mujer, los cuerpos quedaron completamente destrozados, mutilados”. A ese macabro suceso, añade que en un hospital público fue rescatado un guerrillero, pero a costa de la vida de quienes lo vigilaban y, poco antes, fue degollado un conocido empresario quiteño y su cabeza dejada dentro de un cesto a la entrada de un colegio de Quito.
Lo que anota el jurista-periodista, quien también fue víctima de un secuestro, es que los episodios narrados, pese a lo horripilantes, no calzan en la calificación de crimen o delito de lesa humanidad. Otro jurista, Ramiro García Falconí, escribe en El Universo: “No es lo horrendo o sangriento de una conducta lo que la define como de lesa humanidad, sino su generalidad o sistematicidad”.
El Estatuto de Roma, de la Corte Penal Internacional, define al crimen de lesa humanidad como el asesinato, exterminio, deportación o desplazamiento forzoso, tortura, violación, prostitución forzada, esclavitud sexual, persecución por motivos religiosos, políticos, étnicos, de orientación sexual o cualquier acto inhumano que cause graves sufrimientos o atente contra la salud mental o física de quien los sufre. Ejemplos abundan: el Holocausto, las dictaduras del Cono Sur con miles de torturados y desaparecidos y, más recientemente, el ataque criminal en París con 129 muertos, decenas de heridos y un trauma en la sociedad.
No soy juez para definir si fue correcta o no la presencia del Alto Mando militar durante una audiencia donde se juzgaba a quienes participaron en la represión a un grupo subversivo que se había revelado en contra de un sistema político que pocos años antes había superado una década de dictadura militar.Si cabe una digresión, digamos que ni los subversivos asaltaban bancos o secuestraban con pistolas de agua, ni los uniformados respondían con bombas similares a las que se usan para jugar carnaval. Pero ya, que se aclare y se juzgue a quien haya cometido excesos o violado los derechos humanos y vivamos el presente.
Pese a que fui testigo como periodista de esa etapa de enorme convulsión social, prefiero quedarme con el recuerdo positivo de unos militares que cumplieron su rol cuando les tocó defender la soberanía en el alto Cenepa en los años noventa, lo cual nos permite ahora vivir en paz y sin la permanente amenaza de la guerra. La discusión de ideas se ha convertido en un debate de egos, por eso se discute con tanta ligereza el rol de los militares en la vida republicana del país.
@flarenasec