Una de esas costumbres agradables que han desaparecido con el arrollador tráfago de esta sociedad posmoderna que vivimos es la del café literario, la convocatoria a la tertulia ilustrada que discurría alrededor de una humeante taza de café. Fue un rito oficiado por intelectuales, escritores y artistas que compartían experiencias generacionales y unas mismas preocupaciones vitales e ideológicas.
Sabido es que una simple taza de café caliente enciende el motor de las ideas, abre el entendimiento, facilita el camino de la conversación, predispone al diálogo, auspicia la amistad en un clima de sosiego, respeto y tolerancia. Hasta mediados del siglo XX no existió, creo yo, movimiento cultural de importancia que no haya surgido del privado círculo de un café literario, germen de novedosas propuestas, teorías y modas que no tardaban en imponer cambios en el pensamiento y el gusto estético de una época.
El Procope fue, según parece, el primero y más antiguo café de carácter literario, sus puertas se abrieron en 1686 en el barrio Saint Germain, en París. Sus viejos muros fueron testigos de mucha historia. En el París prerrevolucionario lo frecuentaban Voltaire, Rousseau, Diderot y Benjamín Franklin. En sus salones se discutieron los capítulos de ‘L´Encyclopédie’ y no pocos artículos de la Constitución de Estados Unidos se escribieron allí.
¿Qué había ocurrido en la sociedad europea para que las élites intelectuales se autoconvocaran en sitios informales y privados para discutir sobre cuestiones filosóficas y literarias haciendo una crítica de las costumbres? El burgués había hecho su aparición en la historia; con desprejuiciada actitud se abría paso en medio de una sociedad rígida y dogmática tradicionalmente gobernada por el clero y la nobleza. El burgués laico, pragmático e ilustrado, liberado del dogma eclesiástico, se proponía juzgar su circunstancia desde un nuevo ángulo: aquel que le ofrecían la razón y la ciencia, la observación de los fenómenos sociales y naturales.
En el siglo XX, el café fue ese lugar donde se parieron todos los “ismos” que pudo concebir la fecunda imaginación estética de esa época. Hacia 1950, Jean Paul Sartre ejercía su magisterio intelectual desde la mesa de un café en el parisino barrio de Saint Germain. Una tradición de siglos persistía, pues desde su nacimiento el café literario se convirtió en una institución unida a la vida intelectual de Occidente.
Los escritores de hoy, inmersos como estamos en una cultura de masas, perdidos en el laberinto urbano de lo impersonal rumiamos lo nuestro en solitario, sabemos más de soliloquios que de diálogos, hemos perdido el sentido de la comunión que caracterizó a nuestros antecesores y cual un grupo de sobrevivientes a una catástrofe nos reunimos de cuando en vez para reconocernos y descubrir que somos como Diógenes, ese varón señero que farol en mano recorría las calles de Atenas en busca de alguien semejante a él.
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