fMás allá de los fundamentos políticos y jurídicos del poder, a mí me queda la pregunta clave, ¿por qué el poder atrae tanto? Es, decía alguien, la más violenta pasión humana, y es, además, la que explica la existencia del Estado; es el argumento de innumerables represiones, la esperanza de todos los políticos y la ilusión de tantos ingenuos.
El poder está detrás de la ley. Es la sombra de innumerables discursos. Es el adversario de las libertades y el argumento que decantan las teorías que pretenden explicar y legitimar aquello de que debemos ceder espacios, propiedades y libertades para que un grupo de individuos obligue, induzca y sancione. Se sacrifican vidas, destinos, sociedades e ilusiones con el fin de dominar sobre los demás, de obtener obediencia, de hacer que la vida de los sujetos esté determinada no por su voluntad y libertad, sino por las órdenes, los dictados y las reglas.
La historia es la crónica del poder y de la resistencia; es la narración de cómo se sanciona la desobediencia, de cómo se justifica el sometimiento, y de cómo se construye toda clase de teorías para explicar el hecho simple: unos pocos mandan y el resto obra sin réplica y según la voluntad ajena.
El mayor empeño de los teóricos ha sido encontrarle justificación al hecho de mandar, y darle razones a la gente para que no se salga del esquema ni abdique de la costumbre de obedecer. La historia de las doctrinas políticas es la narración de las razones más inverosímiles que se han inventado en orden a justificar el sometimiento.
El poder es la pasión mayor, y es la pasión de casi todos, porque si bien los políticos son quienes con mayor evidencia y frecuencia la practican, no es menos cierto que empresarios, intelectuales, curas, activistas y otros personajes lo buscan y ambicionan, unos sin disimulo, y otros encubiertos bajo toda suerte de justificaciones. Es una fascinación que, cuando se la mira a la distancia y con el rigor y la objetividad que impone la verdad, entendemos que es el motor del mundo, la razón de ser de los imperios, y el mayor peligro para los seres comunes, que solo tienen como refugio el alero precario de la Ley, la noción de libertad y la idea de la dignidad como patrimonio personalísimo e irrevocable.
Las doctrinas totalitarias son las que mejor encarnan y glorifican el concepto y la función del poder. Ellas sugieren que los individuos habrían cedido al Estado todos sus derechos, y que el Gobierno sería quien, generosamente, nos devuelve algunos, condicionado todo a la obediencia.
El liberalismo, en cambio, sostiene que el titular irrevocable de los derechos es el hombre; que el Estado limitado se constituyó para servirlo y protegerlo, para preservar sus derechos y para darles contenido material a las libertades.