Hace pocas semanas, en Otavalo, agresores que pretenden imponer estrechas miras culturales prendieron fuego a un árbol de los que llaman “lechero”, causándole daños irreparables. Los moradores de la zona exigen justicia.
Pocos son los punkul y los quishuar, sagrados para los quichuas, que han sobrevivido a la desconfianza de los extremistas católicos de mentalidad colonial. Aun ahora, acusados de fomentar la idolatría, se los derriba, se pinta en sus troncos imágenes cristianas, se los arranca de raíz. Sin embargo, la supuesta incapacidad de los árboles indígenas de culto para transmitir el sentido de lo divino, es desmentida porque revelan una refinada imagen de la creación del mundo y de la vida. Para la conciencia mitopoética, el árbol de la vida contiene alguna sustancia especial que excede a los jugos humanos; es esta esencia la que convierte a algunos árboles en “inmortales”. En el afán de destruir las culturas indígenas, fundamentalistas bárbaros no han reparado siquiera en lo afirma el Libro del Genésis: “Y había Jehová Dios, hecho nacer de la tierra todo árbol delicioso a la vista… Al expulsar a los primeros hombres del paraíso, Dios les privó también del árbol de la vida”. El punkul, el árbol de la vida de Otavalo, estuvo a salvo hasta hace poco gracias al cuidado que le brindaran los quichuas de la zona. A su alrededor levantaron un cerco de alambre para protegerlo. Este punkul, se yergue en la cima del “Rey-loma”. Aún en su condición actual, herido de muerte, luce su belleza con las ramas abiertas a los cuatro horizontes y las hojas alzadas. Junto al volcán Imbabura y al lago San Pablo forma parte de una escenografía única; a los tres les vinculan creencias auténticas, guardan un pacto secreto y arcaico, conforman los tres el centro del mundo. Ante el árbol se pronuncian plegarias por las buenas cosechas, para que haya maíz y fréjol, zapallos y ají, papas y mellocos, y se le ofrendan flores, frutas, choclos y cuyes.
Alrededor del lechero se ha tejido una leyenda de amor: hace mucho tiempo, cuando la gente no hablaba español ni quichua, una pareja de enamorados iba a ser sacrificada al dios del Trueno; al enterarse, los amantes huyeron para esconderse, pero el Señor del Trueno les alcanzó; a punto de ser convertidos en cenizas, el mancebo Huatalquí suplicó por la vida de tal manera que conmovió al dios y convirtió a la doncella en lluvia y al joven en punkul, de modo que al llover volvieran a juntarse.
El árbol de la vida se está muriendo. Para los indígenas otavaleños es doloroso e indignante. Para los no indígenas es un símbolo de aproximación y entendimiento. Los biólogos de la Universidad Católica de Quito que han acudido a salvarlo opinan que el fuego ha destruido el noventa por ciento de su savia, pero todavía hay esperanza: prolongar su existencia en los retoños que logren florecer.
Columnista invitada