En el año de 1940 una epidemia, conocida como la peste, llega a Orán, lo que pondrá a prueba a sus ciudadanos, acostumbrados a trabajar enloquecidamente, a amar sin darse cuenta y a morir sin la paz necesaria. Una ciudad fea, aburrida y frenética, en la que la vida pasa sin ser realmente vivida.
De la reacción de los habitantes de Orán frente a la epidemia es de lo que se ocupa La Peste, de Albert Camus, que a través de personajes como Rioux, Tarrou, Paneloux o Ramberd, construye una parábola acerca de lo que somos capaces de hacer los seres humanos frente a situaciones que nos ponen al límite, al borde de la vida y la muerte, nuestra o de los seres que amamos.
Ante la peste, la ciudad debe aislarse, dejando a muchas familias separadas, mientras se ceba con quienes deben convivir en grandes grupos. El comercio decae y la especulación aumenta, mientras los ciudadanos entran en la inactividad y la modorra. Muchos quieren escapar del encierro y otros alegan que la epidemia solo se cobrará las vidas de quienes no son “dignos del reino de Dios” (y que pronto descubren que creer en Dios no genera inmunidad). Hay quienes la minimizan, otros que la magnifican y unos cuantos que quieren aprovecharse de ella. ¿Y el principal enemigo? ¿Más que la misma peste? La desinformación, “todas las desgracias de los hombres provienen de no hablar claro” dice Camus.
Sin embargo, el espíritu humano brilla en la labor de los equipos sanitarios y quienes se les suman, no solo por la importancia de sus tareas, sino porque “ayudaron a nuestros conciudadanos a entrar en la peste más a fondo y los persuadieron en parte de que, puesto que la enfermedad estaba allí, había que hacer lo necesario para luchar contra ella. Al convertirse la peste en el deber de unos cuantos se la llegó a ver realmente como lo que era, esto es, cosa de todos.”
Nuestra peste, la del coronavirus, también nos está mostrando las caras de la naturaleza humana. Mientras los equipos sanitarios arriesgan su vida a diario y los científicos luchan contra el reloj para encontrar una cura, la gente se muestra como lo que es, unos, solidarios y colaboradores; otros, egoístas e indisciplinados, poniendo en riesgo a los demás, como aquellos que no se cuidan o los que obligan a seguir asistiendo a sus trabajadores, aun cuando su trabajo pueda hacerse desde casa, por ejemplo. O esos otros que, aún ante la crisis, son incapaces de dar una mano a quien lo necesite. Quizá ellos sean la verdadera peste.
Al final, la peste pasa y el espíritu humano se impone y “se aprende, en medio de las plagas, que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio”. Ojalá entendamos que esta peste que ahora nos azota, es cosa de todos, y que estemos a la altura para arrimar el hombro y combatirla.