El arte de la sapada
Vamos a decirlo en el lenguaje de ellos para que vean que hemos asimilado el mensaje. Después de haber practicado durante diez años el arte de la sapada, la perversa lección que el correismo deja a la juventud es que en la política y en la vida no triunfan los mejores sino los más pícaros. En otras palabras, que no es reconocido quien más ha estudiado y se ha sacrificado, el mejor investigador ni el que más libros ha escrito, ni el más inteligente y sabio, sino el más sabido, el más avión e inescrupuloso.
Esa fue la meritocracia de Rafael Correa, filtrada por la sapada. Pero el gobierno de los peores es una plaga universal. Si en la destrozada Venezuela un voluminoso ignorante sirve de pantalla a la dictadura militar, Estados Unidos eligió a un ególatra grotesco en lugar de la mujer apta para el puesto. Ni siquiera en el deporte triunfan siempre los mejores: en la Rusia de Putin es política de Estado drogar a sus atletas y vanagloriarse con sus triunfos.
Si es terriblemente injusto que un corredor que se esfuerza al límite sea superado por un tovarich cargado de esteroides, igualmente odioso fue que un ministro estuviera acusado con pruebas de haber copiado su tesis del Rincón del Vago. Más grave aún resultó que Correa, en lugar de exigir la renuncia al sospechoso que nunca desvirtuó los cargos, lo ascendiera a vicepresidente, entregándole los sectores estratégicos. Y los mismos periodistas, escritores e intelectuales que ante la célebre tesis de Sandra Correa habían puesto el grito en el cielo, frente al caso de Glas guardaron silencio para no arriesgar sus embajadas, ministerios y prebendas.
El ruido estuvo a cargo del aparato de propaganda que durante una década convirtió la mentira en verdad, la mediocridad en genialidad y el desastre económico de la administración correista en ejemplo para el mundo. ¿Quiénes lograron ese milagro? Pues dos hermanos que habían obtenido el título de doctores junto con el papá y la mamá en una universidad a distancia, ese sí caso único en el mundo. Por su lado, la academia correista miraba con satisfacción cómo se dilapidaban recursos en la monumental estafa de Yachay. Y mientras su constructor, un pretencioso Ramírez, exigía título de Ph.D. para ser profesor de cualquier cosa, el omnipotente Correa ubicaba en la presidencia de la Asamblea a una bachiller que mandaba a comer mierda a los ricos (no a los nuevos ricos).
Con semejantes ejemplos, ¿qué estímulo puede tener un joven honrado que se quema las pestañas para obtener un título universitario y labrarse una carrera? ¿Con qué ánimo sale a trabajar un modesto empleado si ve que el tío de Glas pide un millón extra para la campaña de Vidrio? Más lógico es que Yachay abra un doctorado en el Arte de la Sapada e integre el cuerpo docente con el académico Correa y su equipo de abogados y publicistas. Tendrían lleno total.
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