Vivimos una temporada de apatía nacional. Es una palabra que tiene varias significaciones, todas ellas aplicables al clima moral que vivimos. En primer lugar, existe desidia que es una despreocupación respecto de las cosas porque no nos parecen importantes.
Hay desidia política porque al ciudadano le decepciona que la protesta se haya apagado sin dejar nada. También, defrauda que el Gobierno considere la protesta peligrosa, organizada, pero no suficiente para hacerle cambiar nada. Aplazó esos agónicos proyectos de plusvalía y herencia para organizar un apático proceso de socialización que se está muriendo, como la protesta, por inanición.
Una segunda acepción de apatía es desengaño, ese desaliento que produce la percepción de que vamos a tener una etapa difícil, desaliento que afecta al Gobierno haciéndole perder ímpetu; menos locuaz, se ha instalado en el 50% de todo: en las encuestas, en el entusiasmo, en la actividad, probablemente porque ya no tiene el dinero que moviliza todo; moviliza las obras, moviliza a la gente, moviliza proyectos y moviliza el mercado.
La reducción de recursos baja el entusiasmo, baja las ventas, baja la prisa por hacer obras. Qué lejos estamos de aquellos días en que se exigía trabajar día y noche, fin de semana y feriados.
Una tercera acepción de la apatía es indiferencia. A la gente parece darle igual lo que se hace y lo que se dice, le da igual que el Gobierno vaya a las Naciones Unidas o vaya de vacaciones; que se tome el Barcelona o la Federación de Periodistas. Que celebre como victoria el aniversario de una desgracia, mientras los fiscales se acusan de inoperancia o de montar sainetes.
Una cuarta acepción de apatía es falta de fuerza; de la oposición para plantearse metas alcanzables, del Gobierno para afrontar con más vigor los tres enemigos feroces que amenazan: la crisis económica, la erupción del volcán y el fenómeno de El Niño.
Mientras languidece la economía se acerca más al sector productivo con la esperanza de que los empresarios, optimistas obstinados, tengan arrestos guardados y ahorros escondidos que se muevan con la oferta de estímulos.
En este clima de apatía, todos esperan a ver qué pasa con el volcán, con el Gobierno, con la oposición y con la crisis; con cierta inquietud, con cierta resignación, con cierta oculta esperanza de que no ocurra nada, porque no confían mucho en casi nada o casi nadie.
Las circunstancias, sin embargo, exigen otra conducta. La apatía es la peor compañera para el camino que tenemos por delante. Deberíamos estar trabajando febrilmente, solidariamente, para probar cuánto valemos, que no somos un pueblo extraño que se alegra con música triste y duerme tranquilo al pie de los volcanes, sino un pueblo agradecido por las maravillas que la naturaleza le ha dado, capaz de probar que tiene la fuerza y la sabiduría necesarias para los grandes retos.
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