Antídoto para el totalitarismo

Durante la juventud, yo, como muchos otros, me sentí seducido por el socialismo marxista-leninista, que –se creía- encarnaba los ideales de “justicia social, solidaridad, libertad para los oprimidos y ayuda a los débiles”.

El tiempo demostró la farsa que envolvía a la idea del partido único, supuesto representante de la voluntad de la sociedad, lo nefasto de una economía planificada y los abusos que se cometían al homogeneizar la sociedad, eliminando el pluralismo, negando la importancia de los individuos, de sus preferencias y opciones personales.

El socialismo de Estado marxista-leninista (como el fascismo o el nazismo antes de la Segunda Guerra Mundial), con su amenazante Estado totalitario, con pretensión de control absoluto de la sociedad, de tener respuestas para todo y todos y de que el líder (y su partido) representaban los anhelos del “pueblo”, convirtiendo preferencias en dogmas.

Las convicciones morales de unos pocos, elevadas a reglas obligatorias de convivencia por su aprobación, con sospechosa unanimidad, en congresos, conferencias, plenos del partido o asambleas legislativas sin independencia. Un control social ejercido a través de inmensos aparatos burocráticos reguladores, controladores, avalados por sistemas de justicia dependientes del poder político; con poderosas estructuras propagandísticas que difundían y promocionaban las “bondades” del sistema, de la moral socialista (fascista o nacista); demonizando a los críticos, quienes eran acusados de traidores, reaccionarios, alienados, enemigos del proceso, de la revolución, del Estado, de la Patria.

Antes de la caída del Muro de Berlín, muchos nos habíamos desencantado de ese modelo; ese suceso volvió evidente la perversidad de lo organizado, era peor de lo pensado; esto convirtió en un deber ciudadano la defensa de sociedades democráticas con elecciones universales periódicas y alternancia, con poderes equilibrados e independientes, donde los derechos humanos sean límites y objetivos del poder.

La sola idea de que todo –o casi todo- puede ser controlado por el Estado es peligrosa, debemos advertir los riesgos asociados al no equilibrio de poderes, a la hiperregulación, a una cada vez mayor intervención estatal en nombre de la economía, del bienestar general, la salud pública, etc.

La historia es rica en ejemplos de abusos cometidos por parte de quienes creen tener una posición de superioridad ética y, por ello, deben permanecer indefinidamente en el poder imponiendo sus preferencias, creando instituciones, normas y políticas a la medida de estas. Todo demócrata, sin importar sus preferencias ideológicas, debería asumir la defensa del pluralismo, de los derechos y libertades, de la separación de poderes, de la alternabilidad democrática, de la libre difusión y circulación de ideas, como antídotos a cualquier pretensión de perpetuación en el poder o de uniformización de la sociedad.

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