La mujer del vestido naranja

No, no vamos a hablar de ya saben quién, o no al menos del asunto que todos comentan. Mañana se celebrará el Día Mundial para Detener la Violencia en Contra de la Mujer y el color oficial de esta campaña de alcance global es... ¡el naranja! Sí, justamente el color del vestido que se ha hecho famoso por los exabruptos de una antigua servidora del sistema de Justicia del Ecuador.

Muchos opinan que el incidente de la exjueza es otra prueba de que el funcionario público (más aún: ¡del exfuncionario!) está sujeto a un inmisericorde escrutinio y que las redes sociales son implacables. Pero, lamentablemente, también prueba que no hay autocontrol y que es fácil rebasar la frontera del reclamo legítimamente indignado sobre cómo se nombran a los funcionarios de la Justicia (que es el tema de fondo) para entrar al fangoso terreno de meterse con la dignidad personal. “Ella misma se lo buscó”, es una de las justificaciones, que suena peligrosamente parecido a “es culpa de las mujeres que se ponen minifalda”.

La violencia en contra de la mujer es una pandemia, la cual ha aumentado a pesar de que la humanidad se ha urbanizado. En las calles de Quito y otras ciudades del país es incómodo para las mujeres caminar. O conducir. O ir en transporte público. O vivir, simplemente. La Comisión Ecuménica de Derechos Humanos reporta de enero a noviembre 80 femicidios ocurridos en 16 provincias. Son crímenes en que el odio es abundante, así como la impunidad.

Hay otros tipos de violencia que no son necesariamente los físicos. Están los gritos. Las promesas incumplidas de ascenso. Los chantajes. El desprecio. Los insultos. La subestimación. Y, por supuesto, el bullying en las redes sociales. Si ella fuera varón, no habría resultado así de cruda la crítica y el vestido naranja no sería tan importante: ya se anuncian monigotes para Año Viejo.

El color y el atuendo son lo de menos. Que ella responda por sus actos, no por su vestimenta. Es lo justo.

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