Lo que tenía que pasar, volvió a pasar. Un tema educativo -la evaluación “Ser Bachiller”- saltó del anonimato a la palestra. Las autoridades educativas y el Presidente propusieron revisiones exhaustivas. Las primeras se aplicarán en la próxima ronda -enero 2020- para 170 mil estudiantes de la costa.
Aparentemente se vienen cambios interesantes. Algunos aluden a la estructura formal de la prueba: se reducen 35 preguntas, se disminuye la duración en 30 minutos, se abarcan las 4 áreas clásicas, se incluye razonamiento abstracto -el cuco del examen- como transversal. A nivel más profundo se destaca la disminución del peso del examen en la calificación final. De 85% a 60%. Con ello se valora de manera más equilibrada las trayectorias educativas (40%) y se evita que sea una única prueba la que marque el destino del aspirante. Otra reforma refiere a la aplicación de políticas afirmativas para paliar los impactos negativos de la estandarización en sectores vulnerables. Según el Presidente, tener un examen único para juzgar a los jóvenes por igual es “injusto y discriminatorio”.
Las modificaciones en camino son un aporte, pero no todas tocan tópicos estructurales y sensibles. Por eso se ha planteado “evaluar la evaluación”… Un primer punto refiere a la calidad de la educación del bachillerato. Solo su incremento con equidad reducirá las discriminaciones para las poblaciones vulnerables. La calentura no está en las sábanas.
Un segundo punto es la evidencia de una débil articulación entre educación secundaria y universitaria. Las brechas de los sistemas -que deberían ser uno- afloran en la evaluación, pero la rebasan. Un tercer punto alude al currículo, cuyas debilidades de estructura se expresan en la evaluación; mientras no se toque la arquitectura curricular, los cambios en la evaluación no podrán ser definitivos.
Otro punto central es el posicionamiento en el imaginario colectivo de la meta universitaria como único camino, aun sabiendo que no existe cupo para todos y que hay grandes vacíos en la orientación vocacional. La educación técnica con toda su fascinante riqueza -y sin evaluaciones- permanece arrinconada en pequeños sectores. Y un último punto estructural nos plantea el uso de los resultados de la evaluación. Su utilidad para decidir el ingreso a la U. no puede ser el único. Debería retroalimentar a estudiantes, colegios, autoridades, investigadores. Aportar con evidencia para tomar decisiones de mejoramiento. Ésa es la contribución central de una evaluación: aprender, corregir, saltar.
El camino es complejo. Ojalá los primeros pasos logren continuidad y se profundicen. La evaluación de la evaluación continúa siendo un camino urgente. No la dejemos empolvar. La disyuntiva cruel de ser o no ser bachiller, ser o no ser universitario, no puede ser la única alternativa.