Los premios –la argumentación para los mismos- son declaraciones de principios que consolidan una postura en detrimento de otras; en ocasiones avizoran nuevos caminos para la humanidad. Quizás el comité del Nobel de Literatura al premiar a Bob Dylan estaba precisamente desbrozando nuevas formas de comunicación: llamar la atención hacía aquellas creaciones que han tendido puentes entre la gente sencilla. Por la misma línea, semanas más tarde, el jurado calificador del Premio Latinoamericano de Arquitectura Rogelio Salmona, en Bogotá, hace lo propio. Declara como primer premio la intervención realizada en el Mercado 9 de Octubre y la Plaza Rotary de Cuenca (2010, Fundación El Barranco, Boris Albornoz y colaboradores). Espacios en el pasado congestionados, inseguros y poco dignos, ocupados por el comercio informal y formal, fueron retornados a la ciudadanía, a través de un proyecto arquitectónico “discreto y contemporáneo” en el que, además de expandir los lugares de expendio del centro histórico de la ciudad relacionando delicadamente ambas plazas de mercadeo (de frutos y artesanías), se valorizó el patrimonio y sobre todo se proporcionó dignidad a los artesanos.
Lo interesante de este premio nos dice Ana María Durán, parte del jurado y curadora del área andina, es que se buscaron proyectos probados en el tiempo, al menos de 5 años de funcionamiento. Y el comité investigó muchos lugares, y puso en el tapete de discusión una larga lista de 62 obras a lo largo y ancho de América Latina y el Caribe. No se trataba, entonces, de poner el trabajo del arquitecto en primer plano, sino de calificar aquella que dialogase con su entorno, que proporcionase espacios de intercambio entre las personas. Un cambio de visión de 360 grados. El arquitecto como simple artífice, como mediador, como alguien que provoca –con su obra- cambios sustanciales al “coser” la ciudad en términos humanos. UNASUR en la Mitad del Mundo, vendría a ser, en este contexto, la cara opuesta de la medalla Salmona.
Entonces, no es cuestión de eliminar los espacios “sucios y contaminantes” –higienizarla- tal como lo harían los planificadores modernos hace 100 años, y sucedáneos. Se trata de dignificar, de hacer ciudad obedeciendo la dinámica y diversidad de sus pobladores actuales, de mantener los centros históricos vivos, nos dice Albornoz. Tampoco se trata de insertar hoteles boutique y mover mercados a las márgenes. La ciudad es de quien la vive por sobre quien la visita ocasionalmente. Así ha sucedido con otras obras bajo la dirección del mismo Albornoz: la Plazoleta de la Merced, la Bajada del Padrón, el Paseo de El Barranco (aún incompleto). No es al acaso, que obras tan disímiles hayan logrado integrar públicos muy variados, tienen una intencionalidad política muy clara.