Nadie cree que el correísmo ha suprimido la corrupción, que hay un severo control del gasto público, que se denuncian y sancionan los malos manejos que se detectan, que el Gobierno ha impuesto un nuevo espíritu “revolucionario” de honestidad.
Todo lo contrario. Ahora existe una conciencia generalizada de que la corrupción se ha incrementado.
Y no podía ser de otra manera, ya que se han dado todas las condiciones para que así suceda. En los últimos años ha crecido enormemente el gasto público. Se han multiplicado las obras que se ejecutan con base en declaraciones de emergencia que eluden los procesos de contratación. Y, sobre todo, se ha institucionalizado en todos los niveles la ausencia de control.
La Constitución vigente limitó al máximo la capacidad de control y fiscalización de la Asamblea Nacional. Hasta suprimió la Comisión de Control de la Corrupción remplazándola por ese adefesio de Consejo de Participación Ciudadana, que solo sirve para que el gobernante de turno pueda confiscar la representación de la ciudadanía y asegurarse de que nadie controla nada.
Y, por su parte, este Gobierno ha ido más adelante al eliminar todo viso de control en el sector público y ha perseguido con saña y con todo el peso del poder único a quienes han hecho denuncias; los ha acosado y satanizado. Basta recordar el escandaloso caso de ‘El gran hermano’, que pudo ser motivo para un verdadero ejercicio de transparencia, Correa lo convirtió en ejemplo de sus revanchas personales.
Cuando se suprimen en forma sistemática el control y la fiscalización, el resultado que puede esperarse es que haya robo e impunidad. En arca abierta el justo peca. Y en el Ecuador de los últimos años se ha borrado del mapa hasta la idea de que lo que hace el Gobierno y cómo gasta la plata pública deben ser objeto del control.
Ante la impunidad rampante, desde la ciudadanía, los movimientos sociales propiciaron la formación de una Comisión Nacional Anticorrupción que, sin recursos materiales ni facilidades de investigar, ha realizado un trabajo notable y ha logrado con su primera denuncia poner a temblar a Correa y sus adláteres.
El informe sobre el proceso de contratación del Proyecto Hidroeléctrico Manduriacu es contundente. No han podido descalificarlo. La mejor prueba del peso de la denuncia fue la reacción del Prefecto de Pichincha, principal directivo del correísmo en la provincia, quien, sorprendido en el mal manejo, solo atinó a insultar a los comisionados con aire de bravucón de barrio.
La denuncia es un hito en la historia de la lucha contra la corrupción. No importa si se la presenta o no en la Fiscalía. El resultado de esa gestión es previsible. Pero también es previsible la reacción contra la impunidad y el respaldo creciente de la ciudadanía a esa necesaria “operación anticorrupción”.
eayala@elcomercio.org