Como la inmensa mayoría de los que opinan sobre la condena al policía Santiago Olmedo, no he visto el expediente del caso, no conozco las pruebas presentadas y no puedo, por eso, opinar sobre lo correcto o incorrecto de la sentencia. Leí, eso sí, el acta resumen de la audiencia, y este solo elemento deja en claro que el tema no es tan simple como el mundo en blanco y negro en el que muchos han convertido a las redes sociales. Si las afirmaciones del acta son ciertas, si las pruebas muestran lo que en ella se dice, no se disparó para impedir un delito. Sí, Santiago Olmedo cumplió con su deber y evitó un asalto, pero el problema no está ahí, sino en lo que habría ocurrido luego: huida del agresor, cuchillo en mano, persecución policial y un muerto, abaleado por la espalda. Si fue así, es justo preguntarse si era necesario disparar.
No sé si Olmedo es culpable o inocente, pero su caso exige fijarse al menos en dos de los problemas que revela. El primero tiene que ver con los policías, a los que solo se atiende para exigirles, incluso imposibles. ¿Les da el Estado la capacitación y el equipamiento necesarios, o se limita a armarles, en el mejor de los casos, y a ponerles en la calle
para que improvisen frente al peligro? Hace poco, otro policía
enfrentó a un asaltante y, en el cruce de balas, murió un niño que disfrutaba de su helado.
Al segundo problema solo puede llamarse primitivismo, y lo es porque pone las pistolas delante de la razón y, sin analizar el caso ni sus circunstancias, concluye que el mejor ladrón es el ladrón muerto, que siempre y en todos los casos hay que disparar. Lo grave es que esto, a la larga, sirve a ese discurso de autojustificación, para el que pareciera que todos están atados de manos, que quieren hacer pero no les dejan, que la culpa siempre
es de otros: de la Policía, de los jueces, de las leyes ….
Sería bueno empezar por comprender que matar a los malos no nos hace buenos, solo nos iguala a los asesinos.