He vuelto a ver juntos a García Márquez y a Will Clinton en Internet, a la luminosa entrada de la casa de nuestro nobel; los había visto en el 2007 en Cartagena, reliquia colonial, cuando, en el IV Congreso Internacional de la Lengua Española, tuvo lugar el multitudinario homenaje académico al escritor, por sus 80 años de vida y 40 de la publicación de Cien años de soledad.
La feliz clarividencia que lució GMárquez al contestar a los discursos de homenaje llenó al auditorio del mismo deslumbramiento que se experimenta al releer Cien años de soledad, El coronel no tiene quien le escriba o El otoño del patriarca. A su lado, misteriosa, lo miraba Mercedes Barcha, su mujer.
Él entonces contó que, terminada de escribir su obra maestra, fueron con Mercedes al correo para mandarla a Editorial Sudamericana. Pesaron el paquete: el dinero no alcanzaba para pagar el envío; dividieron la novela y mandaron la ‘primera’ parte; al cabo de algunos días, una carta desde Buenos Aires ¡con un cheque de 500 dólares! (su salvación en la precariedad vivida) suplicaba: “¡mándanos la primera parte!”. Inolvidable narración llena de ángel, seguida de una lluvia de aplausos y otra de mariposas y papelitos amarillos que volaron sobre el público embelesado.
Durante el almuerzo posterior, con vista al mar tras las murallas, llegó, atrasado, Clinton; se acercó a la mesa en la que GMárquez, los reyes de España, el presidente colombiano y las máximas autoridades académicas lo esperaban, y saludó con calor caribe a nuestro autor… Llamaba la atención su simpatía -raro don en un aire tan rubio y de ojos tan azules- y su actitud inexperta de alguien que no captaba todo lo que oía. Hoy, encanecido ya, su rostro de nariz gruesa y pómulos sonrosados ha envejecido, a pesar de su invariable y crédula sonrisa. GMárquez, con la dignidad de los años vividos, muestra un algo ausente que extraña y lastima.
Según la red, el expresidente recordaba que conoció a GMárquez gracias a su hija Chelsea, quien hacía años sorprendió al autor colombiano con su dominio de la obra del nobel. Como respuesta, “Gabo” le hizo, en mi opinión, el peor favor de su vida: le regaló todos sus libros traducidos al inglés… ¡Cuánto habrán perdido el hielo, los pescaditos de oro, los afanes de Úrsula y la tarde remota en que Macondo era aún “una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”.
Aunque de García Márquez solo pueda decirse hoy, tristemente, que sus ojos brillan, sus ficciones seguirán marcando el deseo, el embrujo y la melancolía de cuantos lectores se acerquen a él en español, la única lengua en la cual sus Cien años de soledad y los nuestros fueron posibles.