El oficio

La mujer  se pone de pie, súbitamente, y pide la palabra. Es enfática: para ella, licenciada en Ciencias de la Comunicación por una universidad quiteña, es una ofensa que alguien (es decir, yo) manifieste que el periodismo no es una profesión sino un oficio.

El auditorio se inquieta y presta mayor atención a  la mujer: es absurdo calificar como oficio al sagrado y patriótico deber de informar a la sociedad.

Ella continúa. Asegura que el debate pendiente en el país es la relación directa entre el diploma y el comportamiento ético.

Según su razonamiento, solo quien es licenciado (o máster o doctor o PhD) en periodismo es ético. Tan claro como que cuando sale el sol significa que es de día.

Termina el foro y mientras busco una manera menos tortuosa de atravesar el centro de Quito para llegar al periódico pienso en la manera cómo nos viene acorralando la perversidad propagandística del omnipoder.

La descalificación al que piensa diferente ya no se produce solo en los debates académicos. Ahora  trata de ocupar todos los espacios de la vida cotidiana.

En conversaciones familiares, en charlas informales entre amigos,  en cualquier diálogo en los pasillos de las  oficinas o las empresas es fácil encontrar dos posiciones extremas.

A favor o en contra. Negros o blancos. Gordos o flacos.  Patriotas o apátridas. Intelectuales o empíricos. Pragmáticos o académicos. Opositores o gobiernistas. Retrógradas o revolucionarios.

¿Qué diálogo social es posible con semejantes encasillamientos? ¿Qué “construcción de un nuevo Estado” es factible si lo que unos edifican otros lo echan abajo y viceversa?

¿Qué pretende el omnipoder cuando levanta un    muro entre quienes se someten a sus designios y quienes ejercen su derecho a la duda?

¿Qué facultad cuasi divina se atribuye el omnipoder para encerrar en una sola burbuja, como si fuesen lo mismo, a lo que  llama  “derecha” e “izquierda infantil”?

En esa perspectiva entendí lo que, más allá de su  diatriba contra el concepto de oficio, la profesional   quiso expresar en su súbita aparición en el auditorio,
Recordé  que cuando bajó el tono  alcanzó a decir que  ser  ético “es asumir la profesión desde lo alternativo y popular, desde  lo público y  ciudadano, sirviendo exclusivamente al pueblo y no a los grandes intereses económicos”.

Todavía encerrado en el laberinto de la angustiosa congestión  urbana me ratifiqué que, al menos para mí, el periodismo es un oficio: cada  día, en mi imaginario taller artesanal, intento pulir mis herramientas para  entregar a los lectores  información de calidad.

El oficio  consiste en trabajar  -por más utópico que suene- por   un periodismo sobrio, equilibrado, justo,  preciso,  lejos  de las pasiones  mezquinas a las que el omnipoder intenta arrastrarnos.

Qué patético sería  que la ética la definiera  un diploma.

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