En el Ecuador existe confusión respecto de la elección de vocales del Consejo de Participación Ciudadana y Control Social y el posible retorno de un reciente régimen nefasto. En Venezuela continúa el drama del inevitable pero lento desmoronamiento de una tiranía putrefacta. En Nicaragua es tan poco alentadora la perspectiva del llamado “diálogo” que la Iglesia Católica se niega a avalarlo. En Francia las protestas de los “chalecos amarillos” siguen, semana tras semana, y se van tornando más violentas. En Estados Unidos el Presidente Donald Trump, quien juró defender la constitución y las leyes, ignora su juramento y amenaza a sus opositores con actos de violencia por parte de los matones de la sociedad. Con las contradicciones del Brexit, Gran Bretaña ha sumido a toda Europa en un inimaginable laberinto. Y en Nueva Zelanda, un defensor de la superioridad de los blancos sobre todo el resto de nosotros ha asesinado a decenas de musulmanes en sus mezquitas, tal como ocurrió no hace mucho a un grupo de judíos en su sinagoga en Pittsburgh.
Dos realidades atraviesan todas estas dramáticas y dolorosas situaciones: la primera es la elevación de las propias verdades a la categoría de dogmas; y la segunda, consecuencia de la primera, la incapacidad de escucharnos y respetar lo que nos decimos mutuamente.
En toda sociedad humana existen dos posibilidades: por una lado, que las propias creencias religiosas, ideológicas, o sobre la validez de diversos hábitos sociales sean consideradas válidas, pero ni de validez absoluta, ni superiores a otras distintas; o, por otro lado, que sean consideradas absolutamente válidas y, además, tan superiores que resulta justificado imponerlas, a sangre y fuego si fuese necesario.
Cuando la tendencia de una persona es la primera, acepta como natural la diversidad de creencias y criterios, escucha a otros con apertura, discrepa amistosamente, y ve a la diversidad como fuente de fortaleza social y de enriquecimiento cultural.
Cuando, al contrario, la tendencia de una persona es la segunda, ve al que es distinto o tiene creencias diferentes como una amenaza, legítimo objeto de odio y de miedo, un demonio al que es legítimo denostar y destruir.
Las elecciones entre esas dos opciones que se están haciendo en Ecuador, Venezuela, Nicaragua, Francia, Estados Unidos, Gran Bretaña, Nueva Zelanda y las demás sociedades humanas marcan la diferencia entre que personas con creencias, valores, actitudes y comportamientos diferentes logren convivir sin odio, ni miedo, ni demás demonios o, al no lograr hacerlo, se hundan en la tan frecuente y terrible experiencia de la mutua destrucción.
Parecería una elección fácil, pero esos odios, miedos y demás demonios, solo superables con consciente reflexión, aún nos la hacen difícil.
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