Chávez lo sabía desde hace tiempo. Incluso, él mismo lo comunicó a gobernantes amigos. Su muerte inminente era una noticia demasiado importante para callarla. Les pedía discreción, pero los políticos no se caracterizan por ese rasgo. Guardar secretos es cosa de curas, urólogos y notarios, no de presidentes. O presidentas.
Chávez tenía, claro, una esperanza vaga en el milagro.
Max Weber explicó los tres orígenes de la legitimidad política. La tradición es el más antiguo. A reyes, dinastías y linajes se les obedecía por la costumbre, y se aseguraba que el mandato estaba vinculado a la voluntad divina.
Cuando esa fuente de autoridad se debilitó vinieron las constituciones y la regla de la mayoría. Así se gobiernan en las democracias maduras y en algunas autocracias (China, Irán), que descansan en otro tipo de racionalidad: burócratas ideologizados y santones religiosos. Pero la legitimidad más vistosa era la tercera: el carisma. Los caudillos eran obedecidos por su personalidad. Buena parte de la sociedad delegaba en ellos la facultad de pensar. Las personas estaban para repetir consignas: “lo que usted ordene y cuando lo ordene, Jefe”.
El gran problema del caudillo carismático es que no puede transmitir su poder. El endiosamiento del caudillo sustituido pesa como una losa sobre el delfín. En Argentina nadie ha podido calzarse las botas de Perón, y en Cuba, Raúl Castro sufre la constante comparación con Fidel. Esto viene a cuento del caso venezolano. Aunque Nicolás Maduro es el candidato seleccionado por Chávez y los Castro, deseosos de mantener viva a esa inmensa vaca lechera que es Venezuela, el ex sindicalista tiene pocas probabilidades de consolidar una indiscutible autoridad en el chavismo. Tiene fuertes retadores. Elías Jaua, sociólogo y profesor universitario, cree estar mejor equipado para el puesto. Francisco Arias Cárdenas, ex militar con mando, golpista junto a Chávez y político exitoso, supone que él debe ser el sucesor. Diosdado Cabello, también ex oficial y constructor del PSUV y presidente del Parlamento, piensa parecido. Y está el hermano Adán –quien enseñó a Hugo las primeras letras del radicalismo colectivista– y gobernador de Barinas. ¿Por qué Hugo, tan castrista, no escogió la fórmula dinástica de Cuba? (los Castro desconfían de sus condiciones de líder, pero Adán no lo sabe).
Si hay alguna moraleja en esta triste historia, es que el mesianismo y los caudillos carismáticos son tremendamente perjudiciales para las sociedades. No hay sustituto para el poder racional arraigado en las instituciones, la subordinación a la ley, la meritocracia, la competencia, la rotación ordenada de mandatarios y la cordialidad cívica con el adversario.