Obsesiones, miedos y controles

Más allá de la retórica, el poder es una extraña mezcla de obsesiones, vanidades y temores. Es la fuerza que sospecha, el mando asustado por la libertad de los demás. Es el carisma angustiado por la posibilidad de que se agote su magia. Es la gran simulación. La máscara que esconde, la palabra que aturde, la propaganda que acosa. Es la desconfianza como método, es decir, lo opuesto a la retórica liberadora.

El poder vive constantemente el drama de su propia inseguridad, repitiendo al mismo tiempo el discurso de la suficiencia. El poderoso de todos los tiempos esconde el miedo tras el énfasis en la fuerza. La ostentación misma de la fuerza es paradójica confesión de temor. Esto explica lo que ocurre en Quito, o en cualquier ciudad, cuando llega un poderoso; cuando circula un jefe supremo, un ministro y hasta un modesto director de departamento: se para el tráfico, la policía aparece de algún lado, los ciudadanos deben correr a refugiarse en las aceras. Es lo que ocurre en que cada semana se inaugura un escándalo, una denuncia, un insólito descubrimiento, un capítulo de la mala novela por entregas que nos abruma.

El temor, que es consustancial al poder, lleva a los poderosos al extremo de la desconfianza, a la sospecha sistemática, a la constante suposición de que el presunto aliado es traidor, que no hay lealtad sino sumisión, y que hay que acudir a lo más sofisticados sistemas para asegurar cada paso y superar cada día. Vida trágica la de quienes se dicen, o se creen, dueños de los destinos de personas y países. Vida trágica que transcurre entre susto y susto, y en la que el más cercano colaborador, el que marca cada hora, es ese personaje equívoco que es el guardaespaldas.

La obsesión por los controles es un asunto de fondo que excede de la anécdota, y que pone en entredicho democracia y libertades; que afianza la sumisión irracional; que menoscaba la legitimidad. La actitud temerosa de los poderosos explica la obsesión por suprimir las libertades, por condicionar los derechos, por blindar al partido dominante, por generar un pensamiento que pretenda ser “el único”, por callar y perseguir a los que discrepan; todo para dormir tranquilos, para que la propaganda fluya como verdad pontificia; para que el sometimiento y el aplauso sean las únicas posibilidades. Controlar para que la tragicomedia siga según el libreto escrito por los teóricos escondidos tras el trono, esos que ensayan cómo domar a la sociedad, cómo inventar el otro hombre: el sumiso, el que tiene la rebeldía castrada por el miedo, o por la manipulación o por los intereses.

La tragicomedia que vivimos es otra evidencia de que esto no es república. Que la Constitución y sus leyes se hicieron bajo el síndrome del desprecio a los derechos y el miedo a las libertades.

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