Obsesiones y controles
Más allá de las reverencias y de la retórica, el poder es una extraña mezcla de obsesiones, vanidades y temores. Es la fuerza que sospecha, el mando asustado por la libertad de los demás. Es el carisma angustiado por la posibilidad de que se agote su magia. Es la gran simulación. La máscara que esconde, la palabra que aturde, la propaganda que acosa. Es la desconfianza como método, es decir, lo opuesto a la retórica liberadora.
El poder vive constantemente el drama de la inseguridad, repitiendo al mismo tiempo el discurso de la suficiencia. El poderoso de todos los tiempos esconde el miedo tras el énfasis en la fuerza. La ostentación misma de la fuerza es paradójica confesión de temor. Esto explica lo que ocurre en Quito, o en cualquier ciudad, cuando llega un poderoso -como el coronel Chávez, por ejemplo-; cuando circula un jefe supremo, un ministro y hasta un modesto director de departamento: se para el tráfico, la policía aparece de algún lado, los helicópteros vuelan y no se caen, los ciudadanos deben correr a refugiarse en las aceras. Entonces, no hay como llegar a casa, ni salir a trabajar. Hay que aguantar el infernal trancón, porque alguien tiene miedo y alguien ejerce control.
Yo me pregunto, si en semejante circunstancia, para bien de los “ciudadanos” y tranquilidad de los visitantes, no será mejor que los encuentros trascendentales se hagan en un cuartel, en un búnker, o más lejos, en un páramo donde solo hay viento, ¿o allá también controlarán el vuelo de las tórtolas?, no sea que lleven mensajes inconvenientes. No sería mala idea: no habrá trancotes y, de todos modos, la retórica y los mutuos elogios se verán vivos y completos en las cadenas nacionales y se prolongarán hasta el hastío con la propaganda.
Pero la obsesión por los controles es un asunto de fondo que excede de la anécdota, y que pone en entredicho a la democracia y a las libertades; que afianza la sumisión irracional; que menoscaba la legitimidad. Los controles policiales al servicio de visitantes poderosos, que enervan a la gente y colapsan la cuidad, son mínima evidencia del tema de fondo: controlar para callar a los que discrepan; para que la propaganda fluya como verdad pontificia; para que no pregunten cosas incómodas, para que el sometimiento y el aplauso sean las únicas posibilidades. Controlar para que la tragicomedia siga según el libreto escrito por los teóricos escondidos tras el trono, que ensayan cómo domar a la sociedad, cómo inventar el otro hombre: el sumiso, el que tiene la rebeldía castrada por el miedo, o por la manipulación de los intereses.
Controlar a la economía, controlar a la prensa, controlar a la universidad, controlar los espectáculos, controlar las lecturas, controlar las ideas, controlar los sueños, controlar y controlar, para que la gente obedezca, obedezca y obedezca'y aplauda su propia sumisión.