Las sociedades y los Estados funcionan en torno a la obediencia. Desde los tiempos de la servidumbre, hasta los actuales de inducción sofisticada de la conducta, todos los factores de poder han operado contando con la sumisión de los integrantes de la comunidad, de los súbditos de los gobiernos y de los ciudadanos de las democracias.
Los sistemas legales operan articulando la obediencia en reglas, estableciendo lo permitido, pero también señalando lo prohibido y configurando “la amenaza de una pena”, elemento que define a las normas penales. Los regímenes de Derecho responden a un complejo entramado de normas en que se entremezclan la obediencia con los derechos y las garantías y con las sanciones.
La obediencia es el presupuesto esencial del poder. Pero el fenómeno del comportamiento sometido tiene varias vertientes, fuentes y razones. Es por eso que se trata de una de las realidades sociales más complicadas de entender.
Esas vertientes, fuentes y razones son cuatro: la convicción, el interés, el temor y la costumbre.
I.- La convicción.-Es la razón ideal de la obediencia, pero ciertamente es la menos frecuente, al menos en Occidente. Deriva del convencimiento, con frecuencia dogmático, de la necesidad y del compromiso ético de obrar conforme a las pautas, doctrinas o normas que han sido dictadas por los mandatarios, líderes, autoridades religiosas, etc. y que son asumidos por el sujeto, incorporados a su modo de ser. Los dogmas son fuente de inspiración de muchos obedientes y de numerosos creyentes. Las religiones apuestan a la convicción, que, con frecuencia, deriva en fanatismo, intransigencia e intolerancia. La política, por la vía de los nacionalismos, por ejemplo, apela a esta clase de obediencia, que asocia el sacrificio, el sentido de patria y los conceptos del honor para alcanzar, a veces, grados inexplicables de sujeción al poder.
Max Weber, el sociólogo alemán, escribió sobre la “ética de la convicción”, propia de los militantes, que contrasta con la “ética de la responsabilidad”, que permite poner límites y frenos a las convicciones en consideración a las consecuencias que el ejercicio de dogmas religiosos o políticos acarrea. Es verdad que los convencidos, los militantes y los dogmáticos endiosan de tal modo a sus jefes, doctrinas y creencias, que provocan desastres de los que no responden.
II.- El interés.-Una forma utilitaria de la obediencia es el interés del sujeto que obedece. Procede de la regla del máximo beneficio y el menor mal. Mucho más frecuente que la convicción como fuente de sometimiento, puede derivar en posiciones cínicas, calculadoras en extremo, que sacrifican convicciones con el objeto de alcanzar ventajas. En la vida social, y en la política, hay conductas y estrategias que se identifican bajo el concepto genérico de “clientelismo” y paternalismo, que promueven esta forma de obediencia convertida en estrategia para ganar. Los populismos que articulan discursos y tácticas vinculados con sentimientos, frustraciones y necesidades de la gente, se alinean en este método de obediencia y lo usan con notable éxito.
III.- El temor.-Probablemente el método más eficiente para que el poder alcance obediencia de sus súbditos, es el miedo a la sanción, el temor a la persecución, o la cárcel. El sistema legal, especialmente el penal, se funda en el temor, al punto que muchas legislaciones definen a las normas sancionadoras como “aquellas que contienen la amenaza de una pena.” El miedo es factor determinante para someter y alcanzar rápidas respuestas de la población. El temor, sin embargo, no obra solo, ni en la sociedad ni en el ejercicio del poder. Se combina con el fanatismo y con el interés, y se alcanza entonces grados admirables de sujeción ya sea a las normas o ya sea a las órdenes. Los sistemas políticos y las estructuras legales apelan muy poco a la convicción pura, y juegan con la regla de la “zanahoria y la fusta”. Esto es, la bondad de la recompensa o el rigor y las consecuencias del castigo.
IV.- La costumbre.-La fuente más sutil e inconsciente pero extremadamente eficiente para explicar la obediencia es la costumbre, esto es, la inclinación de la gente a someterse a toda autoridad, a cumplir órdenes, reprimir impulsos y críticas. Es un hecho que está en la base social, y que tiende a legitimar, y hasta a endiosar al mando, a extrañar a las jefaturas y a clamar por las “manos fuertes”. Latinoamérica es un espacio en el que ha prosperado en forma sorprendente la costumbre como causa de la obediencia. La costumbre está en el sustento del principio de autoridad y ella explica el hecho, a veces incomprensible desde el punto de vista racional, de que un núcleo mínimo de personas se haga obedecer sin recurrir a la fuerza, sin apelar al temor y, a veces, sin emplear los recursos de la convicción o del interés.
Puede decirse que los sistemas electoralistas, en los que la democracia se reduce a las campañas y al acto electoral, derivan en el uso inconsciente de la costumbre de la gente de elegir sin convicción, sin interés y sin temor. Eso explica aquellas entrevistas que se hacen a boca de urna, en las que el elector no sabe bien qué votó, ni la razón por qué lo hizo, ni qué es lo que espera de ese acto. Pura costumbre que soporta un sistema de obediencias, que neutraliza las reflexiones críticas que deberían acompañar a esa fuente de poder legítimo que es lo que se conoce como “el pueblo”.
Por cierto, ninguno de los factores de obediencia opera solo. Siempre habrá una “sabia” combinación de convicción, interés, temor y costumbre, que explica esto de someternos a la voluntad ajena y de renunciar a la propia.