Conmovedor: cientos de personas en la madrugada del viernes esperando en el aeropuerto la llegada del cuerpo de su ídolo; conmovedor: aproximarse a las inmediaciones del Coliseo Rumiñahui y ver las ventas ambulantes ofreciendo la tricolor número 11 o camisetas de El Nacional; conmovedor: ríos de aficionados en peregrinación para despedirlo; acompañarlo hasta su última morada. Un pueblo sacudido hasta las entrañas, unido en el dolor ante la incomprensible partida de quien no hizo más que driblar a defensas contrarios, gambetear y escaparse incontenible, meter goles o comérselos en iguales cantidades. ¿Cómo explicar la experiencia colectiva que vivimos la semana pasada los ecuatorianos por la muerte de Christian ‘el Chucho’ Benítez? ¿Cómo entender la tristeza y desolación que expresaron miles de hinchas que lloraron y sintieron, sentimos, su muerte como la de un amigo cercano que no dejaremos de extrañar? ¿Por qué el fútbol está tan cerca de lo que somos en lo más íntimo, por qué es tan parte de la vida de tanta gente como para que nos cause tanta tristeza la muerte de un jugador al que nos conocimos personalmente y solo lo vimos desgarrarse peleando un balón, haciendo un pase inspirado, metiendo fuerza para sostener un resultado? No lo sé, jamás lo he entendido; renuncio a comprenderlo. El amor a un equipo; la pasión por los colores de una camiseta, azul y grana por supuesto; el cariño entrañable a un jugador que solo conocemos en la cancha es algo que rebasa cualquier racionalidad. Solo está ahí. Es una reserva de esperanza de todos los días; una espera agradable hasta el próximo fin de semana en que solo aguardamos vengar las desdichas del anterior si es que el resultado nos fue adverso.
Pero, además, sucede en el Ecuador, no sé si tanto en otros países, que muchos jugadores de nuestro fútbol profesional no solo son referentes de superación personal, sino espejo de prácticas ciudadanas ejemplares. Iniciaron la tendencia varios seleccionados de la generación 2002, año de nuestro primer Mundial, y desde allí muchos de ellos, que nacieron y se criaron en la pobreza, financian programas sociales que ayudan a miles de personas. Como en todo, seguro habrá problemas y conflictos en tales iniciativas, pero su mera existencia nos indica que hay en ellos una humanidad y nobleza gigantes, que son más que jugadores de fútbol, que son seres humanos para emular no solo en las canchas. Por eso me pongo la número 11 y sin entenderlo me lleno los ojos de lágrimas y me siento triste y feliz por el país que somos, por la gente que lo habita; gente solidaria, sentimental, agradecida, ávida de victorias, de clasificación; gente buena, sencilla y hermosa que llora con un gol y, sin pensarlo, vuelve a llorar si quien lo hizo se nos va para siempre.