Al parecer, al interior del movimiento gobiernista han aflorado distintas concepciones de llevar a cabo la gestión pública. Un brote de aquello es el ensayo emanado desde el Municipio de Quito para conseguir recursos propios, a fin de ejecutar obras. Esta política de la realidad fue duramente criticada por quienes ahora son gobierno, cuando ejercían de analistas políticos o desde foros universitarios. No solo eso, sino que el Gobierno a inicios de su gestión disminuyó ciertos peajes. El caso más recordado es el de la autopista Guayaquil-Salinas que, en tiempos de elecciones, vio reducir su tarifa a 25 centavos por un trayecto de ida y vuelta de alrededor de 200 km. Tres años después encontramos sectores del grupo de Gobierno que justifican el pago de tasas, tarifas y peajes aduciendo que los usuarios tienen corresponsabilidad en aportar recursos para el mantenimiento de vías y la construcción de otras. ¿Dónde quedamos? ¿Por qué el diferente tratamiento en uno y otro caso? ¿Será que la realidad se impone y empiezan a avizorar que sin fuentes de ingresos la posibilidad de llevar adelante la obra pública encuentra serias limitaciones?
Algunos miembros del equipo político se habrán dado cuenta que, vistas las experiencias de gobiernos denominados de izquierda que en ningún momento desmantelaron la estructura económica dejada por sus antecesores, como en el caso brasileño que le ha permitido al Presidente Lula mantener su alta popularidad sin enemistarse en forma irreconciliable con el empresariado, o lo sucedido con los ex presidentes Lagos y Bachelet que apoyaron decididamente un modelo en el que la libre iniciativa tiene un papel preponderante, aun cuando sea en el discurso, deberían girar hacia una izquierda light.
Es claro, en nuestros países al ciudadano le encanta calificarse de izquierda, pero si se le pregunta si le gustaría que se aplique un modelo de economía centralizada como el de Cuba sólo una minoría lo acepta. Ni tontos. Ese gran espacio es el que pretendería ser ocupado por una izquierda más racionalista, que habla de consensos y verdadera participación democrática; que en cierta manera, aun cuando sea en las formas, está distanciándose del discurso oficial virulento.
¿Empezaría aun cuando sea temprano el juego político para convertirse en el sucesor de consenso? Más allá de cualquier interpretación que se pueda dar a los hechos, es saludable para el país que, sean cuales fueren los actores políticos, empiecen a entender que el discurso de barricada es uno y otra es la realidad de la verdadera gestión de lo público. Sólo allí podremos empezar a creer que, independientemente de quien esté al frente de las instituciones, el país podrá trazarse un camino de mediano y largo plazo que le permita solucionar sus problemas, mas no que la disputa política sea una conflagración que le condena al atraso.