Ha pasado bastante agua por el río de las relaciones Ecuador-Estados Unidos durante los últimos cinco años. Desde tiempos de verdadero romance cuando la embajadora Linda Jewell festejaba el nuevo gobierno progresista de Rafael Correa y la embajada eliminaba la lista a sus contactos partidocráticos, hasta el agrio intermezzo de la expulsión de la embajadora Heather Hodges. ¿Ecuador ganó la partida? Me temo que no. Washington solo aplicó sus viejos principios de política exterior con los países débiles: tratar al interlocutor como un adolescente y esperar a que pase el berrinche. Y, segundo, involucrarse y estrechar relaciones, precisamente porque se trata de un país difícil.
EE.UU. siempre ha mantenido el control de sus metas en el largo plazo, independientemente de los líderes detrás del escritorio. Y recordemos que para el 2005, la principal prioridad de EE.UU. en el Ecuador era alcanzar la estabilidad política. Es innecesario decir que con Correa su meta se ha cumplido a cabalidad, tanto como la segunda meta del paquete: la cooperación antinarcóticos. De ahí a tener una relación fluida y prospectiva hay una distancia bastante grande.
El mensaje está dado con la designación de un joven e inexperto embajador, con ninguna experiencia sobre terreno. ¿Quiere decir algo la declaración de Adam Namm diciendo que dirá lo que tenga que decir abiertamente? Sus palabras hablan más bien de su buen juicio. No iba a decir otra cosa ante un comité de enfurecidos republicanos buscando la quinta pata al gato cuando se trata de países bolivarianos.
En síntesis, estamos en el punto geográfico más equidistante respecto a Washington de nuestra historia. No sería problemático si el Ecuador no quisiera nada de Washington, pero no es el caso. Se volverá evidente cuando quiera un acuerdo (el que sea) permanente de comercio o, cuando el dinero falte y necesite créditos internacionales o asistencia. La nueva embajadora Nathalie Cely podría hacer mucho, pero me temo que va a pasar la mayor parte del tiempo explicando “el estado de la libertad expresión” a congresistas y asesores asustados por todos los informes que han salido y seguirán saliendo de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Human Rights Watch y otros similares. La política interna respecto al periodismo se ha convertido ya en la peor carga para la política exterior ecuatoriana, cuya evolución traerá consecuencias para el icónico Yasuní-ITT y, aún más grave, para las demandas que se ventilan con la Oxy y Chevrón. Cuando de realidades políticas y económicas se trata, todo está conectado. Y la conclusión simple es que un Estado no puede confiar en otro Estado cuando viola el debido proceso con sus propios nacionales. Este nuevo comienzo no muestra la mejor cara del Ecuador. Pero parece que ni al Presidente ni al Gobierno les interesa mucho corregirla.