El título está equivocado. En realidad quería llamarle el viejo nuevo Brasil que talvez sintetiza mejor el fin de la época de Lula y el principio de una nueva.
Hay varias razones para ello. La principal es que Luiz Inacio reivindicó una verdad política simple -en sus palabras- “hizo lo que era obvio, lo que le mandó su sentido común”. Lula es un claro ejemplo de que el poder solo importa si cambia la vida de las personas positivamente.
Lula también probó que no se necesitaban ni títulos académicos ni nobiliarios para gobernar un país de 190 millones de personas y hacerlo bien. Sale de la escena política brasileña con 87 por ciento de popularidad, pero lo que es más importante que eso, logró sacar 29 millones de personas de la pobreza, garantizando un crecimiento sostenido de Brasil por ocho años consecutivos y generando fuentes estables de empleo, a pesar de las pequeñas caídas provocadas por la crisis económica internacional. El índice de desempleo se mantuvo estable y los salarios subieron gracias al crecimiento de la productividad general en el país, vía creación de empleos con alto valor agregado.
También logró dejar un país “en el que la democracia está más consolidada”, porque logró generar políticas de largo plazo. No hizo tabla rasa del camino recorrido por Fernando Henrique Cardoso. A pesar de la retórica inicial, se dedicó a profundizar las reformas de Cardoso y promovió a su país como centro para la inversión internacional y el desarrollo. Entre Cardoso y Lula lograron hacer del Brasil la octava economía del mundo, no solo en cifras, sino además en presencia política internacional.
El obrero de torno tuvo tanto olfato político y sagacidad para invertir grandes cantidades de dinero en una diplomacia de Primer Mundo para ganar puestos importantes en el Foro Económico de Davos, en la Organización Mundial de Inversiones, en la Organización Mundial de Comercio y fue un agente de presión importantísimo para pasar la reforma que permite que en el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional haya más votos para los emergentes, Brasil, China, India y Rusia.
Su voz ha sido y es escuchada en el escenario internacional, porque se ganó la legitimidad suficiente para hacerlo.
El mejor patrimonio para hacer una política exterior agresiva como la de Lula es tener en orden primero la casa, una economía en pleno desarrollo y credenciales probadas de respeto a la democracia.
Y Lula las tuvo, por eso nadie levantó las cejas cuando intervino en casos como el de Irán, Turquía o Oriente Medio. Estados Unidos lo escucha, especialmente cuando imparte críticas sobre el eterno doble estándar de los países desarrollados.
Dilma Rousseff está en la Presidencia ahora gracias a este hombre simple y seguramente tratará de seguir el camino recorrido. Como dice Lula, no hay nada que inventar, hay solo que aplicar el sentido común.