Nuestro tiempo es una curiosa mezcla de libertad e intolerancia; de apertura y fundamentalismos; de disparate y agudeza; de mercado y fatiga consumista. Se perdió el equilibrio, se esfumó la serenidad. La democracia derivó en populismo. La cultura va camino a la basura novelera, al arte del desecho. Es la época de la audacia de unos y del despiste de los más.
Tiempo de incertidumbre, tiempo de contradicciones. Sí, porque, entre el brillo de las pantallas de la televisión y de las redes, se pierden los valores. Porque en nombre de la tolerancia se impone el criterio de grupos excluyentes, dispuestos, como en los mejores tiempos del autoritarismo, a silenciar a los disidentes con el garrote del descrédito, con el látigo de la maledicencia: es que todos deben someterse a las pautas de la “nueva identidad”, al capricho de los novísimos e imberbes Torquemadas.
El fenómeno es significativo y preocupante, porque los extremismos salieron del mundo político y ahora invaden a la sociedad civil, que va demostrando creciente vocación por la intolerancia. Las visiones “alternativas” ahora se imponen con la misma fuerza de los dogmas medievales. ¡Ay del que discrepe! Habrá que callarle. No tienen derecho a hablar sino los que saludan a los nuevos “paradigmas”. De ese modo, los que fungían de rebeldes en el viejo mundo de los conservadores, los que endiosaron, cuando les convenía, la tolerancia y el debate, se han transformado en jueces ceñudos, titulares de la verdad y de la pos verdad. Es el mismo pecado que cometieron los viejos revolucionarios. Esa lógica está en la base de los fundamentalismos. Comienzan por las marchas, por los himnos, por los grafitos. Después, ya no proponen ni conductas ni tolerancias ni valores: los imponen.
Estamos viviendo el ascenso de nuevas “militancias”, de gentes uniformadas con las camisas pardas de sus consignas, armadas del garrote de sus caprichos, obsesionadas por los mandatos de su grupo, afanosas por imponer a todos sus costumbres, de prohibir lo que no les gusta, de enmudecer a los discrepantes. De establecer “su verdad” como la única. El fundamentalismo nos invade; empapa a jóvenes y viejos, a gentes del establecimiento y a contestatarios, pero su rotundidad es más preocupante cuando se advierte ese estilo en el corte dogmático de las propuestas y los estilos de los “nuevos” grupos, en sus modos de ser, en la afirmación radical de sus ideas. Por allí solo se llega a la exclusión que dicen combatir, a la dictadura que dicen odiar. Y por supuesto, a la afirmación de la soberbia de creerse dueños de la moral, sabios designados para “salvar” a la gente, a la sociedad y a la República.
Asistimos al nacimiento de nuevas derechas y de novísimas izquierdas. Todas radicales. Todas intolerantes.