Nuestro tiempo es una curiosa mezcla de extrema libertad y extrema intolerancia; de apertura y fundamentalismos excluyentes; de disparate y agudeza; de mercado y fatiga consumista. Se perdió el equilibrio, se esfumó la serenidad. La democracia derivó en populismo. La cultura va camino a la basura novelera, al arte del desecho. Es la época de la audacia de unos y del despiste de los más.
Tiempo nublado, como decía Octavio Paz. Si, porque, pese a la intensidad con que brillan las pantallas de la televisión, no hay valores que alumbren la conciencia de las gentes. Porque en nombre de la tolerancia se impone el criterio y la visión de grupos alternativos, excluyentes, dispuestos, como en los mejores tiempos del fascismo, a silenciar a los disidentes con el garrote del descrédito, con el látigo de la maledicencia, con la silbatina de la multitud: es que todos deben someterse a las pautas de la nueva identidad, al uso y capricho de los novísimos e imberbes Torquemadas.
El fenómeno es significativo, porque los extremismos salieron del mundo político y ahora invaden a la sociedad civil, que va demostrando creciente vocación por la intolerancia. Las visiones “alternativas” ahora se imponen con la misma fuerza de los dogmas medievales. ¡Ay del que discrepe! ¡Ay del que opine distinto! Habrá que callarle. No tienen derecho a hablar sino los que adulan y los que saludan a los nuevos disparates. De ese modo, los que fungían de rebeldes en el viejo mundo de los conservadores, los que endiosaron la tolerancia y el debate, se han transformado en inquisidores, jueces ceñudos de personas y opiniones, gestores de prohibiciones. Es el mismo pecado que cometieron los viejos revolucionarios. Esa lógica está en la base de los fundamentalismos. Es la razón de ser de los terrorismos. Comienzan por las marchas, por los himnos, por los grafitos. Después, ya no proponen ni las conductas, ni los valores: los imponen a patadas o a bombazos.
Estamos empezando a vivir el ascenso de una época de nuevas “militancias”, de gentes uniformadas con las camisas pardas de sus consignas, armadas del garrote de sus caprichos, obsesionadas por los mandatos de su grupo, afanosas de imponer a todos sus costumbres, de prohibir lo que no les gusta, de enmudecer a los discrepantes. El fundamentalismo nos invade; empapa a jóvenes y viejos, a gentes del establecimiento y a los contestatarios, pero su rotundidad es más preocupante cuando se advierte ese estilo en el corte dogmático de las propuestas y los estilos sociales de los “nuevos” grupos, en sus modos de ser, en la afirmación radical de sus ideas. Por allí solo se llega a la exclusión que dicen combatir, a la dictadura que dicen odiar, a la intolerancia. Y por supuesto, a la soberbia de creerse dueños de la verdad, sabios designados para “salvar” a la gente, a la sociedad y a la República.