Seguramente hoy, cuando lea estas líneas, Francois Hollande habrá sido elegido como presidente de Francia. Tal vez sin crisis económica y sin el miedo francés a convertirse en una versión más grave de la realidad italiana, el líder del Partido Socialista no hubiese sido elegido Nicolás Sarzoky desde el 2007 se ha encargado de llevar la delantera a todos los demás partidos y de mantener especialmente arrinconado al Partido Socialista. La elección del 2007 contra Ségolène Royale, a pesar de su carisma y su presencia, fue un verdadero tsunami para las expectativas de la izquierda francesa y paradójicamente ahora su ex esposo, Hollande, ha sido llevado hacia las victorias por las olas producidas por la crisis internacional, pero también por un Sarkozy que terminó perdiendo el sentido de la quinta república, acumulando poder a costa de la eficiencia misma. Por eso, tras la primera vuelta, Sarkozy se convirtió en el mejor jefe de campaña de Hollande y la prueba fue el último debate. Sarkozy tuvo que ponerse rápidamente a la defensiva frente a un Hollande que se decía a sí mismo constantemente yo, presidente de Francia… Sarkozy decidió al final jugar las peores cartas: la del nacionalismo y el resentimiento, apelando directamente a los partidarios del Frente Nacional de Marine Le Pen y ofreciendo duras (más duras) restricciones a la inmigración. Perdió el tono y eso –en política- se paga muy caro.
Francia despertará mañana con una esperanza llamada Hollande, que realmente es solo eso, una esperanza. El líder socialista se ha cuidado muy bien de no hacer ofrecimientos específicos de campaña, e incluso de no desglosar un plan de gobierno. Sabe que no puede hacerlo. El presupuesto fiscal está al límite, la deuda francesa está a punto de perder más en el rating internacional y las presiones internas por mantener el abultado aparato social francés en medio de un estancado crecimiento económico son enormes. Hollande sabe que, viniendo de la izquierda, cualquier reforma social tendrá que caminar una ruta de espinas. Sabe también que la única opción que tiene Francia es salir del ostracismo al que la han condenado los últimos presidentes franceses. No solo Sarkozy, pretendiendo aún ostentar el estatus que mantenía hasta fines de los 90. Ahora Francia está a la cola de potencias como China, India, Brasil o Sudáfrica con quienes ni siquiera ha mirado detenidamente. Aún peor, está a la zaga de la misma Europa, con quien ahora tiene una relación de condescendencia, a pesar de que ya no puede pagar el costo de su liderazgo.
Apenas hace seis meses, Sarkozy tendió la batuta a Merkel, ante la imposibilidad de imponer con euros sus puntos de vista. El costo de no entender al mundo y su dinamismo –aún para una potencia industrial- debe ser una alerta para todos nosotros que miramos a Francia como una elegía detenida en el tiempo.
Hollande puede elegir alargar la agonía o sacar al país del marasmo.