scordero@elcomercio.org
Lola Pons Rodríguez, profesora española de Historia de la Lengua en la Universidad de Sevilla, escribe un soberbio artículo de título medieval y contenido actualísimo: ‘El árbol de la lengua’. La tentación de tomar sus ideas esenciales e ilustrarlas aquí, para mí misma y para ustedes, es apremiante pues en el Ecuador, hemos de repetir como un mantra, que si la educación no pone énfasis en la trascendencia del aprendizaje de la lengua; si los maestros no contagian a sus estudiantes el amor por el idioma y la pasión por aprenderlo a fondo; si ellos mismos apenas leen y no escriben; si los ‘talleres de lectura’ no insisten en que del buen leer ha de inducirse, al menos, una correcta capacidad de escritura, estamos reduciendo nuestra existencia humana a la mínima, ínfima expresión. Casi, a la pura animalidad…
Dice la historiadora de la lengua: ‘Siglos después, seguimos sin percibir la profundidad intelectual de las raíces de ese árbol –el lenguaje- y las posibilidades infinitas de los frutos que nos ofrece’, pues, ¡ojo!, no hay instrumento ni herramienta que el ser humano haya creado e inventado, enriquecido y alimentado, de mayor potencialidad y grandeza que la lengua.
La escritora clama porque los niños jueguen con las palabras y aprendan a usar los diccionarios ‘en papel’, (hay que precisarlo: recordemos ese amado libro grueso, que apenas se sostenía sobre nuestras rodillas, y contenía en sus páginas ‘todo lo que podíamos saber, el entero universo’, como enseñaba a su nieto el abuelo de García Márquez), y pide que los niños salten por sus páginas ‘como quien picotea por elegir lo mejor de una cosecha’. Con esta inquietud, los niños han de aspirar a entender y a explicarse, a manifestarse a sí mismos y darse a conocer en la palabra. Ya los antiguos griegos sabían que la ‘sorpresa’, es decir, la curiosidad por saber y entender, ‘principio de la sabiduría’ se manifiesta a través de la palabra y va al vacío sin ella. Que los niños comprendan que no bastan todas las palabras para contener el infinito universo, pero que sus combinaciones y permutaciones dan lugar a todo saber, es decir, que solo podemos aprender cualquier ciencia, incluida la matemática, a través de la palabr
a. Cuando, como sigue la autora, ‘el desarrollo de la expresión oral y escrita sea un compromiso para todos los docentes, impartan la asignatura que impartan’, (¡craso, inmenso error el de limitar la potencia del idioma a cuatro, cinco o diez materias que tienen que ver expresamente con la lengua, e imaginar que hay alguna asignatura, carrera o conocimiento a los que el buen uso del idioma propio y extranjero, su lectura y escritura no enriquezcan!), y llama a que la ortografía sea ‘ese consenso’ que permite la unidad del idioma, y, en el caso del español, unidad nada menos que entre veintitrés naciones que se entienden entre sí desde Europa hasta América, Filipinas en Asia y Guinea Ecuatorial, en África. Que ‘la gramática sea un motor de conocimiento y análisis…’. Gracias, maestra.