Ante la inexistencia en nuestra prensa de una auténtica y sistemática crítica literaria (la que conozco no pasa de una ocasional e insulsa reseña de las últimas ‘novedades’), suelo recurrir, para orientar mis lecturas, a varios medios. Una consulta sobre novelas españolas, que sólo pude atender con la mención de los nombres más divulgados, me llevó a la lectura de ‘Voces contemporáneas’, de Juan Antonio Masoliver Ródenas. El autor, defensor de una crítica “ecléctica, flexible y amena”, que “invita a leer y, en el peor de los casos, a no leer las obras que tienen más que ver con el mercado que con la verdadera literatura”, nos ofrece una amplia visión de los últimos treinta años de la narrativa española.
Como resultado de esa esclarecedora e instructiva lectura elaboré arbitrariamente una lista preliminar de doce novelas (una por autor) que, según Masoliver Ródenas, han enriquecido el panorama de la literatura española contemporánea: ‘El Jarama’, de Rafael Sánchez Ferlosio; ‘Tiempo de silencio’, de Luis Martín-Santos; ‘Volverás a Región’, de Juan Benet; ‘Señas de identidad’, de Juan Goytisolo; ‘La casa del padre’, de Justo Navarro; ‘El metro de platino iridiado’, de Álvaro Pombo; ‘Corazón tan blanco’, de Javier Marías; ‘La larga marcha’, de Rafael Chirbes; ‘Lejos de Veracruz’, de Enrique Vila-Matas; ‘Diario de un hombre humillado’, de Félix de Azúa; ‘La misa de Baroja’, de Vicente Molina Foix; y ‘El desorden de tu nombre’, de Juan José Millás.
Inmediatamente después di el siguiente paso: visité varias librerías de nuestra ciudad y, ante la sorpresa de sus empleados, que en algunos casos llegan a niveles impresentables de desconocimiento, entregué mi lista y solicité esas novelas. La cosecha fue pobrísima: ‘Corazón tan blanco’ y ‘Diario de un hombre humillado’. Nada más. La abundancia de nuevos mecanismos de comunicación no nos está sirviendo para obtener una información completa y profunda. El país, en el campo literario, sigue aislado. Es obvio que, a pesar de que cada vez disponemos de más datos, en la práctica hemos mediatizado el conocimiento y nos estamos atiborrando de una información sin contenido, superficial y epidérmica.
Pero hay algo más: en las modernas librerías, convertidas en un simple negocio, han ido desapareciendo, salvo alguna excepción que por contraste hace mayor el vacío, los libreros que antaño, con un inmenso interés por la literatura, atendían a los posibles compradores y, por su amplia información sobre los autores de ayer y de hoy, clásicos y modernos, los orientaban y estimulaban. Estoy pensando, por ejemplo, en el insustituido Édgar Freire Rubio. Es la triste realidad de un país en el que se lee muy poco, se escribe cada vez peor (incluidos los medios de comunicación) y, desde los sectores públicos, con desafiante estolidez, con un nocivo irrespeto nacido de la ignorancia, se distorsiona y degrada nuestro idioma.