Para salir del marasmo que me produce la realidad nacional, a veces leo periódicos de otros lados y me suelo encontrar con hechos inquietantes.
Uno de los más curiosos: el veganismo sexual. Un estudio realizado hace 11 años en Nueva Zelanda, por Annie Potts, entonces directora del Centro para Estudios Humano-Animales, sacó a la luz mediática la cuestión: ¿Los veganos deben/pueden/quieren tener sexo o no con un “cementerio de animales” –en palabras de una mujer encuestada–? La mayoría se inclinó por el no. Por “cementerio de animales” entiéndase persona omnívora, o sea que además de su ración de fruta y verdura diaria también come carnes, es cruel y maloliente. A inicios de este año, no sé por qué, el estudio volvió a la palestra. Y, al parecer, cada vez son más los vegasexuales.
¿Quiere esto decir que se viene el fin de los tiempos porque esta tendencia disminuiría el necesario acto reproductivo para conservación de la especie? No, ni aunque en EE.UU. el incremento de veganos haya sido del 600% en los últimos tres años, según GlobalData que dice que para el 2014 el 1% de los estadounidenses se declaraba vegano y para el 2017 ya era el 6%; y en Portugal el crecimiento fuera del 400% en los últimos 10 años.
Lo que sí quiere decir todo esto es que cada vez tendemos más al gueto mental autoimpuesto y que la posibilidad de imprimir un espíritu ecuménico laico a nuestras vidas se aleja sin remedio. Es triste ver cómo otra vez, por una u otra razón, se aplica con rigidez la lógica del “solo con los que se parecen a mí, creen lo que yo creo, comen lo que yo como, y un largo y aburridísimo etcétera”.
Como les dije, el tema es inquietante y podrían decirse decenas de cosas más. Pero aquí me detengo para contarles esto otro: La chaperona de hace décadas está de vuelta, pero con retoques. Fue resucitada a nombre de una buena causa –la convivencia civilizada entre hombres y mujeres– y por culpa del desfase emocional de millones de personas, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, que no saben cómo relacionarse con el prójimo.
La mujer abanderada del título de ‘Consent captain’ (algo así como capitana del consentimiento) se llama Tanille Geib, vive en Canadá, y ha sido contratada por el Victoria Event Centre para controlar que los flirteos y la interacción en las pistas de baile no se pasen de la raya y terminen en un tenebroso caso de acoso y/o abuso sexual. La capitana está ahí para identificar y evitar las manos largas, pero también para ayudar con consejo a quienes no saben cómo moverse en el área gris que implica, tantas veces, el coqueteo. En fin, a Geib le toca enseñar a la gente a comportarse como gente, a respetar al otro: sus espacios y sus deseos… O sea, eso que ya deberían haber aprendido mucho antes de tener edad para entrar a una discoteca pero que alguien olvidó enseñarles o les enseñó muy mal.
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