El pasado jueves hemos amanecido con un buena, estupenda noticia: el papa Francisco nos visitará del 6 al 8 de julio. Una visita apostólica y pastoral para confirmar en la fe a los creyentes y para alentar a todos en el camino del bien. De pronto, como por arte de magia, nuestras diferencias y desencuentros se vuelven invisibles ante la fuerza de una presencia amiga, entrañable y ética que nos recuerda a todos cosas fundamentales: somos hermanos e hijos de un mismo Dios y de unamisma tierra. Y vale más caminar juntos que separados, unidos que divididos y enfrentados.
La presencia de Francisco no es excluyente, más bien es ajena a la prepotencia y profundamente integradora. Y en estos tiempos de inclemencia en que el viento de la historia parece soplar en contra del hombre, nos recuerda que todos somos hermanos y que solo el amor compasivo puede salvarnos de nuestra propia barbarie. Mientras los fundamentalismos cortan cabezas y arruinan esperanzas en el mundo árabe y la indiferencia ahoga en el Mediterráneo los sueños de miles de emigrantes, cuando el becerro de oro devora sin piedad la vida de los pobres y deja en la cuneta a los más débiles, el Viento del Espíritu nos trae el rostro amable y la palabra profética del hombre bueno…
Francisco es hoy, no solo para el mundo católico, sino para cuantos suspiran por un mundo mejor, más humano y habitable, una referencia ética de primer orden. Él puede hablar de tú a tú con los poderosos del mundo, no porque alce la voz o amenace con la fuerza bruta, sino más bien porque, aupado en la humildad de la condición humana, transparenta el amor misericordioso del buen Dios.
Ojalá sepamos escucharle. Aprenderemos algo bueno. Sin ir más lejos, a curar nuestras heridas, a dar y darnos una nueva oportunidad para que Dios toque nuestros corazones.
Descubriremos la importancia de volver a la raíz para ser pueblo, comunidad y familia. Y, sintiéndonos juzgados por su palabra y por su gesto, recordaremos las palabras de otro Papa que nos visitó hace 30 años, hace tanto y tan poco, el tiempo suficiente para reconocer su santidad: que ningún ecuatoriano puede vivir tranquilo mientras su hermano pase necesidad.
La vida no se decanta ni se resuelve en el intimismo de la conciencia, tampoco en el hemiciclo de las humanas disputas, donde brillan nuestros antagonismos, alimentados por el afán del poder. La vida germina, lo mismo que la esperanza, allí donde la dignidad de la persona y el bien común, el de todos, se entrecruzan.
La visita del papa Francisco es una gran oportunidad, personal y comunitaria, social y política, para poner el acento en la sílaba justa: que nada nos impide vivir unidos construyendo patria. Una patria mejor, justa y solidaria, capaz de acoger a los hijos en el mismo regazo.
¡Qué buena noticia que Francisco venga a iluminar nuestras vidas!
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