Género híbrido, frecuentemente herético, el ensayo ha sido inseparable del avatar de los tiempos modernos, pero parece haber iniciado ya su decadencia. Todas las ideas que han servido como estímulos y referentes de la vida social han pasado por las páginas del ensayo. Tardíamente aceptado como un género literario, se ha convertido en tema de reflexión para pensadores tan notables como Lukács y Adorno, y cuenta con cultivadores tan ilustres como Sartre, Camus o Aron, pero se siente amenazado por un descrédito imparable. En nuestra América, la construcción de sus repúblicas sería incomprensible sin los ensayos de Bello, Sarmiento, Montalvo o Martí, para solo mencionar a cuatro de los más célebres ensayistas del siglo XIX; pero hoy parece ya innecesario su concurso: en el Ecuador, por ejemplo, algunos jovencitos vocingleros creyeron que su astucia superaba las sesudas razones del barón de Secondat, llamado Montesquieu.
El ensayo es ya una cenicienta en nuestro mundo de espectáculo y consumo. La gente de nuestro tiempo ya no cree necesitar las reflexiones del ensayista, ni la discusión sobre las dudas e incertidumbres que sus páginas transmiten. Nuestros tiempos opacos oscilan entre el éxito económico y el entretenimiento fácil; son exigentes con la moda, favorecen el viaje programado que reduce la memoria a una postal sin pasado, y sobre todo solicitan no pensar. Entre el ejército de bachilleres que cada año se incorporan a las universidades, abundan los que no van en busca del saber, sino de un título que haga posible mejorar sus opciones de empleo; la mayor parte prefiere las disciplinas técnicas, vacila ante las científicas y tiene un general menosprecio por las humanidades, que han sido el horizonte privilegiado del ensayo; prefieren sin vacilación las curiosidades de facebook a la lectura de un ensayo cuestionador. Hace ya algunos años, mis alumnos de los cursos de posgrado me confesaron un día que, en promedio, leían menos de cuatro libros en el año, y ninguno de ellos era un libro de ensayo, pero obtuvieron sus maestrías y ahora son doctores. ¿Para qué iban a complicarse la vida con los razonamientos de algún ensayista que no ofrece la clave para mejorar los ingresos, reír a carcajadas o comer hamburguesas? Vivimos en el imperio de la frivolidad y la competencia; la verdad es lo que dicen las encuestas; la moral, un estorbo que puede ser manipulado.
Y sin embargo, las lides políticas suelen ser encarnizadas. Lo son precisamente porque en ellas brillan por su ausencia las ideas: solo juegan las pasiones. De ahí los fanatismos, indispensables en los movimientos populistas: ellos definen la verdad por el número de votos, incluso cuando es un número obtenido por procedimientos que quedarán ocultos para siempre. ¿No resulta incomprensible que en estas condiciones y, pese a todo, el ensayista se recluya en su gabinete de trabajo, para pulir una vez más el lenguaje de esas páginas que sigue produciendo y que acaso no se leerán?
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