Sin norte

Querámoslo o no, desde hace algún tiempo atrás, el país no define el rumbo por el que quiere transitar. Se ha entusiasmado en varias ocasiones por propuestas políticas que se hallan cercanas a los populismos de antaño, pero que pasado el fervor se han convertido en verdaderas frustraciones colectivas. Hemos ido de tumbo en tumbo sin que seamos capaces de trazar un derrotero, que cualquiera sean los gobernantes de turno están llamados a respetar. Nada de eso. El país se reinventa de tanto en cuanto, con cada elección o con las promesas de quienes dicen que van a transformarlo. En la realidad nada de eso acontece. El gobernante que llega al poder se empeña en poner en práctica aquello que ayer criticaba a sus oponentes y, en el futuro, seguramente continuará lo mismo cuando los opositores de hoy, que tendrán la posibilidad de convertirse en Gobierno el día de mañana, ejecuten las mismas prácticas que ahora critican.

A diferencia de otros países de la región que se han trazado una ruta y han definido los objetivos que desean alcanzar en el mediano y largo plazo, nosotros ni siquiera somos capaces de tener un diálogo abierto donde pudieran esbozarse los principios de lo que en el futuro podrían ser posibles acuerdos. Nada de eso ha sucedido. La característica ecuatoriana es que los gobernantes que resultan elegidos niegan a sus oponentes la posibilidad de la crítica; y, cuando estos últimos se hallan al frente del poder hacen exactamente lo mismo.

No existe posibilidad de procesar las diferencias, peor delinear políticas continuas en el largo plazo. Y nada es más pernicioso que la falta de continuidad. A veces la sociedad parece que prefiere vivir en el engaño a sabiendas que su futuro está comprometido. No se toman los correctivos a tiempo y cuando resultan inevitables, ha sido demasiado tarde. Basta con revisar la catástrofe financiera de principios de siglo.

¿Qué clase de país queremos en 20 años? ¿A qué niveles habremos reducido el analfabetismo, la mortalidad infantil, la desnutrición crónica? ¿Cuántos habitantes queremos ser? ¿Tendremos atendidas nuestras necesidades básicas? ¿Cuál será la escolaridad mínima alcanzada? ¿Cuánto habremos disminuido el subempleo? ¿Cuál deberá ser nuestro ingreso per cápita? Estos cuestionamientos se hallan sin respuesta y tampoco existen planteamientos concretos que nos hagan pensar que, en un futuro cercano, los habremos respondido. Si no empezamos a trabajar en forma oportuna, dos o tres generaciones enteras lamentarán la falta de previsión de quienes les antecedieron. Como consecuencia de esta negligencia nos encontraremos con una verdadera marea humana que se desespere por emigrar, porque en su propio suelo no encontrará oportunidades. Es lamentable, pero al paso que vamos este podrá será el escenario probable que el futuro nos depare.

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