Nunca he ganado una elección (no he llegado a presidenta de curso, menos de condominio), no hay un grupo -ni grande ni pequeño- que dependa de mí para hacerse escuchar y tengo la inmensa suerte de hablar únicamente a mi nombre; algo que últimamente está muy mal visto en el Ecuador. Sin embargo, creo que tengo derecho a expresarme ¿o no?
¿Por qué comparto con ustedes esto? Primero, porque puedo hacerlo. Segundo, y realmente preocupante, porque ya mucho más que la famosa consulta me parece que nos deberían empezar a preocupar nuestras actitudes respecto a algunos hechos que la rodean. ¿No se han dado cuenta que estamos insufribles?
Quizá les parezca normal escuchar comentarios de este tipo: “¿A quién representa Osvaldo Hurtado… quiénes son Oswaldo Viteri o Simón Espinosa para que salgan a hablar ahora? ¿A decir qué?”. Y si estos comentarios son normales, me declaro defensora radical de lo anormal.
Ojo, que quede claro que no dije que soy defensora radical de los señores Hurtado, Espinosa o Viteri, a quienes ni siquiera conozco, sino de su derecho a decir lo que quieran únicamente a nombre de ellos mismos, si fuese el caso; y que la gente decida después si se unen a no a su propuesta, si escuchan o no sus reflexiones. Se supone que eso pasa en democracia ¿o me equivoco?
Escucho estos cuestionamientos, tan comunes en esta campaña perpetua en la cual vivimos, y me pregunto: ¿Desde cuándo una persona tiene que representar a alguien o tener ‘algo nuevo’ que decir para que le sea otorgado el derecho a hablar y de hacer pública su propuesta? Yo, por lo menos, no nací en un país donde solo tienen derecho a hablar quienes cuenten con un determinado número de votos. ¿Ustedes?
Si hubiese sido así, seguro Rafael Correa y su acólitos, a día de hoy, seguirían siendo profesores de universidad, periodistas, poetas eróticas, sociólogos, etcétera. Porque no habrían tenido derecho a exponer sus tesis en ninguna palestra (¿con qué votos, a nombre de quién, cómo así?) y en consecuencia no hubiesen tenido los 15 minutos de fama que finalmente los convirtieron en padres y madres de esta patria-tierra-sagrada.
Sospecho que tendemos a descalificar y a negar el derecho a la palabra a quienes no han ganado una elección porque somos furiosamente autoritarios. Es mi lectura rápida y simple; disculparán. Pero hay alguien, con quien he compartido esta tesis, que se aventura a leer un poco más allá y dice: “Aquí a las personas les encanta que alguien hable a nombre de ellas, porque eso les exime de la responsabilidad de asumir una posición, de proponer. La responsabilidad o la culpa siempre es de otro”. Es cierto.
Y mientras se pueda, seguiré aquí hablando con ustedes, a nombre de mí misma, sin haber ganado una sola elección.