Usar el término terror para hablar de los abusos sexuales en las aulas parece exagerado, pero no. Veamos un caso. Lunes 24 de agosto del 2016. Un padre descubre cómo el profesor tenía a su hija, de solo 8 años, sobre el escritorio y abusaba de ella. Ese mismo maestro, que debía guiarles y formarles académicamente, agredió sexualmente a otras 6 niñas de Molleturo, una zona rural de Cuenca.
Otro hecho: un maestro que trabajaba en el sur de Quito acariciaba los genitales de los niños, les hacía observar videos pornográficos y luego obligaba a los pequeños a que imitaran las escenas con las cortinas del aula completamente cerradas.
Todos estos datos fueron corroborados por la justicia y ahora los culpables pagan condenas de entre 16 y 29 años.
Por casos como estos son importantes iniciativas como las de la Asamblea Nacional, que creó una comisión ocasional que investigará los abusos sexuales en los planteles. Pero los legisladores tienen que saber que este problema no es de ahora.
El 28 de noviembre del 2016, la ONU ya lanzó una alerta de lo que pasaba en las aulas e instó al Estado ecuatoriano a que continuara adoptando las medidas necesarias para prevenir estos hechos. Y en los últimos cuatro años 340 docentes han sido señalados por cometer abusos contra alumnos.
Hay que ir más allá de las comisiones y ayudar a los afectados. Los niños que fueron abusados en el sur de la capital dicen que no recibieron atención psicológica. En el caso de Molleturo sucedió igual.
El propio Ministerio de Educación ha reconocido que no tienen suficientes psicólogos y trabajadores sociales. En el momento hay
3 051 profesionales trabajando en los Departamentos de Consejería Estudiantil, que se encargan de crear protocolos y prevenir los abusos sexuales en contra de los alumnos.
Con ese número de especialistas se está cubriendo al 54% de los estudiantes en el país. ¿Y el resto? Quien sabe. Entonces queda mucho por hacer y hay que hacerlo rápido.