En América Latina estamos tratando -con diferente suerte- de reinventar los cánones de la democracia, de amoldarla a nuestra imagen y semejanza y de poner el orden de los factores de cabeza: es el ciudadano el que debe rendirle pleitesía y cuentas al poder y no viceversa, que es lo que normalmente exige el sentido común.
Los periódicos (las más de las veces no fiables, portavoces de los más oscuros intereses económicos y distorsionadores naturales de la verdad) reportan esta semana que la presidenta de Argentina, Cristina Fernández de Kirchner, planea enviar al legislativo un proyecto de ley que regule las manifestaciones populares. La cuestión – se lee- es poner límites a las protestas populares, es decir, evitar que los ciudadanos puedan expresar de forma libre y voluntaria su punto de vista en la calle, impedir que la gente de a pie pueda oponerse lícitamente al poder. Palabras más, palabras menos.
Los periódicos también reportan (no se les debe hacer caso, porque siempre se tiene que creer a pie juntillas lo que se diga [ordene] desde el poder) que en Venezuela el regulador de telecomunicaciones les ha dispuesto [impuesto] a los proveedores de Internet que deberán bloquear o impedir las páginas web que pudieran tener contenidos contrarios al gobierno. A esto se debe añadir la criminalización de facto de la protesta social (en este caso, más dramático que el de Argentina, no hay tiempo, ni ánimo ni necesidad de regularla) y el – también de facto, por supuesto- abordaje pirata de cualquier medio de comunicación que pudiera informar sobre la realidad. La consigna es ocultar la situación, fingir que en verdad no existe lo que sucede en la vida misma. No hables. No pienses. No salgas a la calle.
En este mismo orden, en buena parte de América Latina los verbos favoritos para conjugar son todos restrictivos: es necesario prohibir. Para preservar nuestra soberanía es preciso obstaculizar. Con el objetivo de guardar el orden público se hace necesario regular. Por los más altos intereses de la nación es el momento de impedir. Para que no exista desestabilización se hace necesario aplicar todo el peso de la ley. Con el fin de conjurar más conspiraciones, de identificar a los infiltrados, de imposibilitar magnicidios y desgastes de la majestad, hay que vigilar y castigar.
Todo lo anterior explica, en buena parte, por qué casi todos los presidentes latinoamericanos vuelven la mirada para el otro lado y cambian de tema cuando se les pregunta por la situación en Venezuela: porque ponen las barbas en remojo, porque saben -lo sabemos todos- que no hay mejor argumento que una buena turba, porque saben (esto también es bien conocido por estos parajes) que diga lo que diga la constitución en América Latina la política se decide en las calles, todavía a palos y piedras, pateando bombas lacrimógenas, lanzando bombas molotov.