Cuando hace 20 años llegué al Ecuador tuve un acercamiento más veraz y profundo a la novela latinoamericana y, más concretamente, a la obra de Gabriel García Márquez. En estos años he tenido el sentimiento de que cada gran novela latinoamericana nos libera un poco y nos acerca a la realidad y al diálogo fecundo con los demás y con nosotros mismos.
Viene esto a cuento de las revelaciones que Jaime García Márquez ha hecho sobre su hermano ‘Gabito’. Parece que la demencia senil devora su memoria y, de paso, la nuestra. Así que, en estos días, como si se tratase de un ejercicio de lealtad, he vuelto a desempolvar, en medio del trajín que el servicio episcopal me impone, la obra maestra de este maestro admirable.
De todas las introducciones a la edición conmemorativa de ‘Cien años de soledad’, publicada por la Real Academia Española, me quedo con la de Víctor García de la Concha. Con una prosa sonora y cuidada nos recuerda el paso del tiempo por los lugares entrañables y los largos abrazos de lágrimas calladas. Ahí, en los recuerdos familiares y en la trama social y política que todo lo enmarca, estaba ya presente el mundo de Macondo, “más que un lugar en el mundo, un estado de ánimo”, sin duda el de la nostalgia. La historia de Macondo no es solo la historia de los Buendía, sino la de cuantos transitamos por los claroscuros de la vida.
Así vivimos, entre los real y lo maravilloso, entre el recuerdo, la experiencia y los sueños… Al final, el gran desafío es siempre encontrarnos con la propia verdad, aunque haya que transitar, entremedias de la violencia y de la dulzura, por los espacios áridos de la soledad. En fin, que cada uno tiene que hacer su propia historia y asumir su destino. Mala cosa sería que la soledad, tanto como la demencia senil, se llevaran el sentido de la vida y dejaran solo los despojos. ¿Será suficiente con agarrarse a los recuerdos? La antropología cristiana nos pide algo más: confiar en que no todo está perdido y hacer de la soledad un espacio de silencio, de búsqueda y de encuentro, más allá del propio límite.
Personalmente es ahí, en la vida rota de los hombres y su inmensa necesidad de ser amados, donde he descubierto o me he acercado más a la trascendencia de la vida y del amor. Por las polvorientas y desoladas calles de Macondo o de la vieja y prehistórica Aracataca he echado de menos el reflejo de una luz capaz de iluminar los sombríos huecos de personajes tan entrañables. Esta cultura de satisfacciones inmediatas en la que hoy vivimos, a mitad de camino entre lo real y lo aparente, es la antesala de soledades mayores que nos cobrarán la factura de no haber amado lo suficiente.
Deseo a Gabriel García Márquez una ancianidad feliz. Él se merece encontrar, en medio de las sombras, los destellos de una esperanza mayor, capaz de redimir los vacíos de la mente y del corazón. Al menos, los cien años de soledad están colmados por los años de la gratitud de quienes, de su mano, página a página y día a día, seguimos alimentando sueños y esperanzas.