Tratar de entender la historia de este país sin volver la mirada a un personaje como monseñor Alberto Luna Tobar puede aparecer como un ejercicio incompleto.
Debe ser uno de los sacerdotes que mejor encarnan el viraje experimentado por una buena parte de la Iglesia ecuatoriana y latinoamericana en las pasadas décadas. Del formalismo del púlpito al compromiso social; de la contemplación a la acción; de la intransigencia dogmática al ecumenismo; de la condescendencia con el poder a la opción por los más desposeídos.
Se trata, a no dudarlo, de uno de los procesos más influyentes en la evolución reciente de nuestras sociedades.
Hace pocos días, las comunidades azuaya y cuencana organizaron un emotivo homenaje a quien la gran mayoría de su población sigue considerando su pastor histórico.
Campesinos, comunidades de base, pobladores urbanos, académicos, actores de la cultura, dirigentes sociales, vicarías e instituciones educativas se dieron cita en el parque del Paraíso, para reconocerse una vez más –tal vez la última– en la serena voz y en la tierna mirada de su obispo.
(Mención aparte merece la discreción con que se comportaron las principales autoridades de la ciudad y la provincia: Alcalde y Prefecto, pese a haber contribuido de manera decisiva a la realización del acto, reconocieron de buena gana la jerarquía intelectual y espiritual del homenajeado, y se li-mitaron a felicitarlo con un sen-cillo abrazo).
Compañero, amigo, profeta, sabio’ hombre al fin –con la plenitud e integralidad que tiene esa palabra–, fueron los términos que más se escucharon en esa soleada mañana de un mes de septiembre inusualmente lluvioso.
Mucha gente comentó que hasta el mismo cielo extendió su mano cómplice para agrandar la alegría y el esplendor que invadieron el parque.
Como disputándole al tiempo las pocas fuerzas que no ha logrado arrebatarle, monseñor Luna recibió de pie a las numerosas delegaciones comunitarias que se acercaron a felicitarlo.
No podía defraudar al niño que en alguna ocasión, luego de sus agotadores recorridos en mula por la abrupta geografía del Azuay, le preguntó si estaba cansado: “el amor no cansa ni se cansa”, le respondió entonces el obispo, y continuó caminando.
Ahora aparecía de nuevo ese temple que le ganó el respeto, la admiración y el cariño de su pueblo.Y también sacó fuerzas para hablar. Sus breves palabras, con esa precisión y profundidad que solo una gran sabiduría hacen posible, resumieron en una frase su vocación, su entrega, su desbordante generosidad: “no me alcanza el alma para agradecerles”, dijo a una multitud que lo ovacionó de pie y que no pudo contener las lágrimas.