Cuando estaba preparando la columna de esta semana, me llegó por mensaje de texto la noticia de que una apreciada alumna, quien se desempeñaba como fiscal, fue asesinada el día de ayer. Esta triste noticia, al igual que el asesinato del novio de una querida compañera de trabajo, el pasado viernes por la noche, van acrecentado la terrible lista de hechos violentos que se están dando en nuestro país. Y me da terror que empecemos a normalizarlos, que se conviertan en una noticia más, hasta el punto de que dejen de ser noticia.
La violencia que estamos viviendo nos está robando la paz, nos está quitando la libertad de poder transitar, y nos está obligando, al igual que la pandemia, a recluirnos en nuestros hogares para permanecer “algo” seguros, ahora todos tenemos alguien cercano a quien han asesinado o ha sido víctima de violencia. Pero a diferencia de la pandemia, ahora no contamos con una respuesta tan efectiva como la vacunación para poder retomar la normalidad.
¿Qué hicimos para llegar a estos niveles de violencia? Nada. Exactamente eso, nada, no hicimos nada para prevenir la descomposición de la familia. Nada, para incluir en nuestras mallas curriculares valores que deben ser el pilar fundamental de la educación de nuestros niños y jóvenes. Nada, para convivir colectivamente con empatía y solidaridad. Nada, para cerrar las brechas entre la extrema pobreza y clase media. Nada, para prevenir prácticas corruptas que han desinstitucionalizado el poco Estado que tenemos desde 1830. Eso queridos lectores, no hemos hecho NADA para prevenir esta descomposición social.
Si seguimos en la inercia como sociedad, y si el Estado continúa dando la misma respuesta, no sé cuánto más podamos soportar anímica y físicamente esta pavorosa situación. El camino de reconstrucción nos obliga a mirar soluciones integrales de largo, mediano e inmediato plazo. La crisis es una ocasión para repensar medidas, para corregir errores, y tenemos que hacerlo ya, en memoria de todas aquellas personas a las que la violencia les robo su futuro.