La coherencia de nuestro ilustre gobernante es admirable. Una formación doctrinaria amplia y profunda, producto de su más íntima y personal meditación, que le ha permitido construir una cosmovisión sólida y sin fisuras, guía todos sus actos, desde los más sencillos hasta los más complejos. Ha encontrado la verdad y, por tanto, nunca duda. No se contradice y cualquier cambio de criterio es el resultado de largas y sesudas reflexiones. Tiene un control total sobre sus sentimientos y no se deja dominar por sus pasiones. El espontáneo respeto hacia los demás, con sus diferencias, su dignidad humana y sus libertades, no le exige ningún esfuerzo: es la consecuencia inevitable de su equilibrio espiritual e intelectual.
Una entrevista que he leído en un diario oficial es una confirmación irrefutable de esa coherencia. Al descartar una eventual reelección ha afirmado textualmente que “es un gran daño que una persona sea tan indispensable, que haya que cambiar la Constitución para afectar las reglas del juego” (sic). Es un criterio (pasando por alto la posible existencia de alguien “tan indispensable”) de desprendimiento y generosidad edificantes. Estoy de acuerdo. Pero… No he olvidado que, según la anterior Constitución, nuestro ilustre gobernante -esas eran las reglas- fue elegido para un período de cuatro años sin reelección inmediata. Entonces, ¿cómo así está en el poder por más de siete años? Muy simple: porque “afectaron las reglas”.
El respeto a las reglas según las cuales fue elegido habría determinado la conclusión de sus funciones en enero de 2011. Pero la Asamblea de Montecristi estableció en la Constitución, con efecto retroactivo, un período de cuatro años con reelección “por una sola vez”, y, como no era suficiente, recurrió a una ficción jurídica ‘genial’: en el artículo 10 del denominado ‘régimen de transición’ dispuso que el período de gestión de los dignatarios electos con sus normas “se considerará el primero para todos los efectos jurídicos”. Al ‘borrar’ los primeros dos años y ocho meses de ejercicio del poder, el período ha sido extendido hasta agosto de 2017. ¡Un período de cuatro años se ha transformado en uno de diez años y ocho meses! ¿En qué quedamos? ¿No constituye acaso, según su nueva y coherente opinión, “un gran daño” reformar “la Constitución para afectar las reglas” sobre la reelección? ¿Por qué hoy es “un gran daño” y antes no fue? ¿No ha comprendido, a pesar de la lucidez que lo lleva al acierto y la infalibilidad, que sigue ejerciendo el poder porque la ‘revolución ciudadana’, que él representa, hizo precisamente lo que, según su criterio actual, constituye “un gran daño”, y, legislando con efecto retroactivo, afectó “las reglas del juego”? O es que, en última instancia, ¿la coherencia, esa supuesta virtud gubernamental, se reduce a hacer tabla rasa de valores y principios y someterse a su interés coyuntural?