Presidentes tan concentradores de poder y autoritarios como los Kirchner tienden a no darse cuenta el momento en que se les va la mano. Parece fácil al principio controlar esos hilos. En primera instancia hacen operaciones quirúrgicas: cambian algunos fiscales y jueces, además de gente clave en la Secretaría de Inteligencia que les responda a ellos… personalmente. Nada de esto les es difícil pues controlan el Congreso. Pero no fue suficiente. Como llegaban denuncias de corrupción permanentes a los medios de comunicación, decidieron que había que controlarlos, pretendiendo así imponer su versión de los hechos.
La guerra contra los medios no tardó en llegar al menú táctico de los Kirchner, ya en el año 2006. No les fue nada mal. A pesar de la tradición profunda y aguda del periodismo argentino, lograron tener periódico semioficial con Página 12, arrinconar a La Nación y poner contra las cuerdas a Clarín y a Jorge Lanata, con juicios y amenazas. Pero tampoco fue suficiente y como los traspiés gubernamentales iban de mal en peor, necesitaron de La Cámpora, que no es otra cosa que su propio ejército de fanáticos, suficientemente capaz de linchar a quien consideren está amenazando a sus líderes máximos. La Cámpora fue iniciada tempranamente por Néstor Kirchner entre 2003 y 2006, y cada día es más violenta. No, no funciona gratis, reciben buenos guiños monetarios estatales que pagan sus apasionadas demostraciones contra los opositores, a puño limpio o en redes sociales. Pero como esto tampoco fue suficiente cuando graves denuncias siguieron apareciendo, especialmente una que tocó uno de los temas más sensibles del escenario político argentino -el ataque terrorista contra AMIA de 1996- el kirchnerismo descendió otro peldaño más en su camino.
La muerte de Alberto Nisman, quien iba a acusar a Cristina de hacer un pacto con Irán para cubrir el caso AMIA, es la gota que derramó el vaso. El resultado final de 12 años sembrando tempestades en todas y cada una de las funciones del Estado. Son 12 años de acoso a opositores, a fiscales honrados, a jueces probos y, por supuesto a la prensa. Para Cristina ya es muy tarde jugar a la víctima y decir que le tendieron una trampa, porque como bien dijo Juan José Sebreli, “lo importante no es quién lo mató,
sino quién puso las condiciones ahí para que eso pasara”. Y ya nadie en Argentina -ni en el resto del continente- duda que el crudo, sistemático, inmisericorde destrozo a las instituciones del Estado con el único fin de quedarse en el poder y aplastar opositores siempre termina en muertes. Sí, en muertes, ya sea porque a algún fanático se le fue la mano, o porque a esas alturas del poder la burocracia se vuelve tan rentable, que cualquier resquicio de moral queda encerrado bajo siete llaves. Ojalá que en Ecuador capten la moraleja de la historia.