La semana pasada la escalada del infanticidio fue sin precedente por el número de crímenes y la diversidad de los procedimientos.
Javier Covarrubias, un muchacho de 20 años, decidió matar a su hijo de tres y a su hija de 18 meses, “porque ya no podía con todo lo que tenía encima: “’escuela, trabajo, mantener a mi familia, pagar renta, comida, pasajes, leche, todo”. Los llevó a un cerro, abrazó a Isis hasta asfixiarla mientras Darien jugaba como si esperara turno. Los metió en bolsas, los tiró en el bosque, dijo que los habían secuestrado, provocó un motín en Tepito. Fue descubierto. Su mujer, de 26 años, Irma Merino, dijo que Javier nunca les pegó ni dio señales de agresividad. No tenía vicios ni problemas mentales.
La pobreza no justifica el doble crimen. Millones de padres mexicanos viven en la miseria y no asesinan a sus hijos. Otros factores deben haber concurrido en las causas, pero el problema económico influyó decisivamente en este caso.
No en el de Sergio Adrián Hernández, de 15 años, muerto en territorio mexicano por un agente de la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos. Un video de teléfono celular muestra cómo el patrullero dispara tres veces contra dos jóvenes que corren en el puente y luego arrastra a uno de ellos. El uso excesivo de la fuerza es obvio. Las protestas de los funcionarios mexicanos han sido desechadas por la estadounidense de que el agente disparó en defensa personal.
En Tamaulipas tres jóvenes que van en su coche son alcanzados por algunos soldados. En un incidente todavía confuso, los tres, uno de 14, otro de 15 y el tercero de 17 años, son muertos a balazos. El jueves en la noche 20 encapuchados con rifles AK47 mataron a 19 jóvenes en Chihuahua. Entraron a un centro de rehabilitación contra adicciones haciéndose pasar por policías, escogieron a 23, los sacaron, los formaron ante una pared y les dispararon. Habían sido seleccionados con cuidado para matarlos, cuatro sobrevivieron. Los culpables huyeron después del crimen que la Procuraduría de Justicia de Chihuahua consideró como el más sangriento de que se tenga memoria en ese estado. La frecuencia y la impunidad se transforman en indiferencia general, como si fuera la realidad en que queremos vivir.
Proteger la impunidad sería como matar otra vez a los niños. Un error judicial podría sepultar con ellos la esencia de nuestro derecho. Sería usar como epitafio cruel y satírico, sobre la lápida de 49 niños calcinados, el “dar a cada quien lo que por derecho le corresponde”, uno de los tres principios en que Justiniano basó la posibilidad de vida pacífica entre los seres humanos.
Ya no se trata de saber la suerte de los funcionarios, ni la viabilidad de un gobierno. Se trata de saber si los mexicanos podemos tener esperanzas en México.