El Comandante Daniel Ortega, presidente de Nicaragua, acaba de dar un golpe. Otro más. Ahora emplea la estratagema de acudir al Consejo Electoral que controla, como los demás poderes de esa nación centroamericana, para destituir a 28 diputados de la oposición que le estorbaban en su proyecto continuista para el cual ya torció las normas y posibilitó su re – re – re elección. La burda maniobra del líder sandinista recuerda el oscuro episodio por el cual aquí, un Tribunal Electoral al servicio del poder, defenestró a los legisladores y posesionó un bloque de la vergüenza que quedó para nuestra historia tildado como el de los diputados de los manteles (cubiertos con esa tela para no dejar ver su cara dura). Tal cual. Allá pasó lo mismo y la oposición del Partido Liberal Independiente marchó a casa. Un golpe de estado puro y duro por el control que le faltaba a Ortega en su modelo de concentración de poder.
Lo triste de esta historia es que el comandante de la Revolución que en 1979 derrocó a la dictadura de Anastasio Somoza tras una larga guerra civil, llegó al poder para cambiar las cosas. Para evitar el poder concentrado y la corrupción, para luchar contra la extrema pobreza y superar el analfabetismo que era una lacra y evitar la concentración de la riqueza que el político multimillonario había construido con corrupción y represión. A los 9 comandantes del Frente Sandinista para la Liberación Nacional les siguieron demócratas centristas y partidos de la izquierda perseguida, intelectuales y empresarios. Pronto Ortega fue desvirtuando los ideales de la revolución y los desencantados fueron muchos empezando por varios comandantes de la directiva nacional y el propio vicepresidente, el escritor Sergio Ramírez. El ‘somozato’ fue sustituido por un modelo familiar y caudillista que sostiene en el poder tras algún período de otros partidos a Ortega aferrado a su reelección. El comandante Carlos Fonseca, fundador del FSLN, muerto en los albores de la revolución estará revolviéndose en su tumba.