En el periodo que fenece de la Asamblea Nacional, la negociación pública y el debate se convirtieron en una suerte de malas palabras.
En las comisiones y en el Pleno primó el argumento oficialista. Es decir, que la mayoría legislativa se debe a un movimiento y que por tanto tiene la responsabilidad de ser “orgánica” y guardar una coherencia partidaria y disciplinaria.
Pero lo único que se logró con eso fue la imposición de una sola visión en la agenda legislativa; precisamente la oficialista.
Los puntos en contra, las diferencias, las observaciones -es decir todo aquello que enriquece el debate y permite tener leyes más incluyentes, integrales, democráticas- quedaron fuera de la lógica legislativa.
Ahora, el nuevo periodo legislativo representa una oportunidad para dar un giro. Y no solo de estilo, sino de fondo en la construcción del marco jurídico del país. La negociación pública, abierta, es fundamental en una Asamblea. Es la razón de ser de esa función del Estado.
Que un legislador comprometa su voto con otro, a cambio de que apoye una ley o una reforma que sirva para mejorar la vida de las personas que lo eligieron es totalmente legítimo. No debe escandalizar.
Los representantes en la Asamblea se deben a sus electores, a quienes les pidieron que los representen y no a una estructura política o a un buró.
No se trata tampoco de volver a la época en que no existían mayorías absolutas de un partido y era el escenario ideal para que el ‘hombre’ del maletín’ ronde el Congreso Nacional consiguiendo votos a cambio de dinero.
O cuando los asambleístas seguían agendas propias, en reuniones reservadas, en función de aspiraciones políticas y al margen de las inquietudes y necesidades de sus electores.
La Ley establece los límites de la negociación. Pero se necesita de una voluntad política de una mayoría, que seguirá en manos de Alianza País, para que la legislación sea efectivamente plural e incluyente.