Navidad entre rejas

La cercanía de la Navidad me hace romper una lanza a favor de los privados de libertad. Quizá porque es allí, en medio de la penuria y del abandono, donde la luz del Niño Dios se hace más necesaria. Cuando visito prisiones (trabajé en el ex penal García Moreno durante cuatro años como voluntario), incluida la prisión de Loja, siento enorme pena. Pasan los años y las cárceles siguen siendo asignatura pendiente: hacinadas, deterioradas, con escasísima capacidad de reinserción social, con mezquino presupuesto y pobre capacitación. Miro especialmente a los jóvenes y se me parte el alma pensando en que, para la mayoría de ellos, la condena y el estigma les acompañarán de por vida...

No hay revolución ciudadana ni social ni política, que pueda ser reconocida mientras los privados de libertad subsistan en este desamparo. Una sociedad democrática, humana y ética, se mide por la capacidad que tiene de incluir a las personas y de respetar sus derechos, sobre todo el derechos a la educación, al trabajo, a la igualdad de oportunidades y, en cualquier caso, a una vida digna.

No se puede tapar el sol con un dedo ni olvidar o disminuir la responsabilidad penal de un delincuente. La sociedad tiene el derecho y la obligación de defender y defenderse ante el delincuente y ante la violencia del crimen organizado. Pero hasta el más desgraciado tiene derecho a vivir en prisión con dignidad y a rehacer su vida. Y el Estado social de derecho tiene la obligación de consentirlo y de promoverlo. Bien harían en recordarlo nuestros responsables políticos y administradores públicos (especialmente los que se declaran católicos practicantes). La ética y la fe no están para engordar nuestros discursos o alimentar nuestras poses, sino para ser ejercidas a favor de las personas y de los pueblos. Un país que se olvida de los más pobres, débiles y vulnerables, será siempre un país a la deriva.

La pobreza, las falencias y contradicciones que se advierten en nuestras prisiones no son más que un reflejo de la realidad social y política que las envuelve. ¿Acaso una justicia cuestionada en su independencia y eficacia, puede tener como prioridad la dignidad de las prisiones? Afirmado el valor de la justicia, es preciso invocar la compasión. Detrás de cada preso hay un drama personal, una persona rota y tantas veces desquiciada. La quiebra personal afecta a un sinfín de familias destrozadas y perdidas en la selva del dolor. Si algo hay que hacer en este tema, sobre la base de la equidad, es humanizarlo. Garantía de esta humanización es la presencia y el trabajo de los capellanes y agentes de pastoral carcelaria, algo que el Gobierno (en prisiones y en hospitales) debería garantizar sino promover. Al final, cuando todo se oscurece, cada cual tiene que enfrentarse no sólo con los muros que le rodean, sino con su propia verdad. Nadie sale de su propia celda interior sino recupera su dignidad de persona y de hijo. Algo que la fe puede iluminar, más allá de cualquier ideología política.

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