Para quienes hemos vivido ya una larga vida, la memoria empieza a confundir en una misma imagen las escenas de muchas navidades, como si todas fueran una. A veces, ciertamente, hay una que emerge del conjunto, porque fue la primera después del tránsito del padre o la primera del hijo recién legado al mundo; pero en conjunto, siempre son una realmente: en cada vuelta de la rueda, como si volviéramos al principio, no hacemos más que renovar una emoción que sigue siendo fresca a pesar de los años. No hay, entonces, “navidades”: solo hay una Navidad que recomienza inalterablemente, juntando pedazos de nacimientos, de musgos y pristiños, como si los fragmentos del tiempo se hubieran juntado hasta hacerse uno solo, interminable.
Esta Navidad, sin embargo, será única, singular, excepcional, y lo será para todos. Lo será porque nunca antes la vivimos en medio de los toques de queda y restricciones atravesadas en nuestros deseos de reunir a la familia como siempre. Lo será porque nunca habíamos renovado los deseos de paz mientras los noticieros nos abrumaban con su pesada cuenta de enfermos y de muertos. Lo será porque nunca antes habíamos sentido esa especie de retorno a la infancia mientras el mundo entero se clausura, abandona las calles, deja desiertos los lugares donde la gente se divierte, y muestra un cielo encapotado en unos lados, pero azul profundo en otros, siempre intocado sin embargo por los torrentes de luces y colores que en otro tiempo solían hacer parte de la celebración planetaria.
Pero precisamente por ser excepcional, esta Navidad nunca podrá ser olvidada. Aislada de todos los recuerdos de otras navidades, quedará guardada en la memoria como la única, la inexplicable. “Vivir –escribió Sábato– consiste en construir futuros recuerdos”, y los que estamos construyendo en estos días están siempre marcados por la precariedad de la vida. Quizá nunca como ahora habíamos sentido lo que verdaderamente significa vivir al borde del peligro. Algunos lo hacen despreocupadamente, con la mascarilla al cuello y la mirada deambulando por un estrecho horizonte de cabezas amontonadas alrededor de las pistolas de juguete, las cebollas, los disfraces de Batman; otros lo hacen con miedo, recogidos, poniendo siete llaves a los siete candados, jurándose a sí mismos que vencerán al virus, que no le permitirán jamás atravesar la puerta de su casa.
En ninguno de estos extremos encuentro un sitio para mí. Sin importar donde estoy, me siento una vez más en esas viejas navidades de mi infancia, pero a pesar de esa locura del corazón, puedo pensar en quienes estarán completamente solos esta noche: los vagabundos sin familia, los enfermos, los que están desde hace tiempo encarcelados y olvidados, los que quedaron atrapados en un hotel de paso. Entonces, en medio de un suspiro, me pregunto si también para ellos la Navidad es un solo recuerdo interminable, o si consigue mover su corazón para tender una mano a otros solitarios.