El tsunami de corrupción, que amenaza con destruir la nación, por su extensión y magnitud, provoca náusea a quienquiera que tenga mínimos principios de honestidad y moral. Nunca antes ha habido un desate tan brutal de los apetitos crematísticos. Los “enloquecidos por el dinero” de Carlos Julio Arosemena Monroy, son niños de pecho frente a los actuales. Y los casos se multiplican exponencialmente a medida que pasan los días.
Si bien es verdad que casos de corrupción han estado presentes desde los comienzos de la República- Ignacio de Veintemilla puede ser un ejemplo- nos es menos cierto que el vendaval de “las manos limpias, mentes lúcidas, y corazones ardientes” estructuró e institucionalizó el atraco; y “la cirugía mayor” ha quedado en frase hueca, desmentida por la realidad.
El covid-19 ha llevado a la tumba a más de 8000 ecuatorianos, pero, al mismo tiempo ha enriquecido a muchos, que no han tenido el mínimo empacho en aprovecharse de semejante azote para llenar sus hondas faltriqueras, que en el mundo cibernético actual son obesas cuentas bancarias en países a los que volaban los aviones presidenciales, ocultas tras prestanombres y testaferros, mansiones en Samborondón y en los valles aledaños a Quito, yates que se deslizan por el río Guayas y automóviles de lujo en los garajes.
Una estupenda serie que se pasaba en la primitiva televisión ecuatoriana en blanco y negro, Paper Chase, tenía como personaje principal a un profesor de la escuela de leyes de la universidad de Harvard, que decía a sus alumnos, que era legítimo y deseable ganar dinero “en la forma antigua de hacerlo: trabajando”. Todavía existe este modo en Ecuador, que exige décadas de esfuerzo y dedicación, pero muchos prefieren la vía rápida. Los nuevos ricos, inmensamente ricos, son los contratistas del Estado y, por supuesto, los funcionarios del gobierno central, empresas públicas y organismos regionales, que tienen en sus manos la decisión de la obra pública, las adquisiciones, los contratos petroleros, las concesiones, y en general la facultad de orientar el gasto público a compinches, agnados y cognados.
Felizmente la libertad que hoy tiene el periodismo de investigación y los accidentes que ocurren “por la intervención de Santa Marianita”, como el de la avioneta en Perú, destapan sorpresivamente círculos de corrupción que han operado en el país con la protección activa o pasiva de los gobiernos y que encienden una tenue luz al final del fétido túnel. Todavía parece posible luchar y castigar a los corruptos, a condición de que la fiscalía, más allá de amenazas o tentaciones, siga cumpliendo con su deber, y que haya jueces que cumplan con su obligación primordial: impartir justicia sin temor ni favor. Y los ciudadanos, que no continúen lamentándose de la deshonestidad de sus autoridades. Ellos los eligieron. Asuman su responsabilidad.