En algún momento de mi vida quise ser sacerdote. Todavía no sé claramente por qué, pero ninguna vocación es pura y, ahora, supongo que un manojo de razones pudieron llevarme a las puertas del seminario. Ejemplos: era un renacuajo de 18 años y quería salvar al mundo. O también: no tenía ni idea de quién era yo ni de lo que era el mundo. Más: había sido educado en la fe católica, quería irme de mi muy católica casa, en fin…
Entré al seminario de los jesuitas. Un mes antes de la fecha en que debía hacer los votos, me salí. Estaba furiosamente enamorado de una María que, en pocos meses, había derrumbado las ofertas de esa civilización que es la Compañía de Jesús.
Pero todo hay que decirlo: nunca fui tan deseado, cortejado y abordado por las mujeres como en esos años. Corrían los tiempos de la Teología de la Liberación, éramos unos jóvenes de izquierda, andábamos con el pelo largo, en sandalias, en ‘blue jeans’, pateando el barrio donde vivíamos, organizando comunidades.
Con los años y con la vida me fui convirtiendo en un hombre sin Dios y sin iglesias. Mi mejor religión es la casualidad. Tengo más fe en mis amigos que en los santos. Es probable que una de las cosas que más me haya alejado del catolicismo sea su relación con el deseo, con el placer, con el cuerpo. Han pregonado tantas veces a un Dios castigador, que anda de fisgón, persiguiendo el goce ajeno. Se han dedicado, en demasiadas ocasiones, a promover y a distribuir la culpa.
Como muchos, en algún momento, se me cayó la brújula y me reconocí más terrenal y pagano.
Ahora me resulta totalmente absurdo que el lugar donde no hay cuerpo sea un paraíso.
Pienso y escribo todo esto después de leer las declaraciones del padre Federico Lombardi, vocero del Vaticano. Ante la avalancha de denuncias por casos de sacerdotes pederastas, el reverendo Lombardi trata de enfrentar los cuestionamientos diciendo que: “Toda persona objetiva y bien informada sabe que el tema es más amplio y que concentrar las acusaciones sólo en la Iglesia saca a las cosas de perspectiva”.
Por si fuera poco, celebra y elogia, Lombardi, esta semana y desde el Vaticano, la respuesta “rápida” y “determinada” de la Iglesia ante las denuncias de abusos sexuales contra niños o adolescentes cometidos por sacerdotes.
Estas palabras podrían pasar como una retórica más de cualquier representante de un Estado corrupto si no fuera porque tratan de enfrentar al menos 500 denuncias de abusos en Alemania, Irlanda, Austria y Holanda. Algunos casos ocurrieron hace 40 ó 50 años. Lo más brutal: el silencio cómplice, la omisión.
Las pruebas de la fe suelen ser muy exigentes. Ahora resulta que la naturaleza del pecado también puede ser discrecional: ¿Qué hay que hacer, hoy en día, para no perder el cielo?