Nación y nacionalismo, dos asuntos arduos, polémicos, inciertos en su contenido, difusos en los discursos que los evocan y peligrosos en sus proyecciones y consecuencias. Son temas que marcaron, y que marcan, la política contemporánea. Palabras a medio camino entre la ideología y el sentimiento, entre la razón y la sinrazón, son el núcleo del poder, el argumento que explica la capacidad de movilización de los caudillos y que constituye el telón de fondo de innumerables fenómenos de masas.
La nación, para algunos, es una especie de entidad colectiva superior; una suerte de dogma laico que se superpone y prevalece sobre los individuos y sus derechos. Un sentimiento con connotaciones sagradas, que pretende justificar al Estado que lo encarna; que explica y fundamentan al poder; que legitima a partidos, movimientos y caudillos que han logrado, a través del discurso, la gestualidad y la propaganda, apropiarse del concepto y hacer suyas la tradición y la historia, falsificándolas.
La apropiación político-partidista de la nación como argumento para dominar y embelesar a la población fue fenómeno frecuente en el siglo XX. En nuestro siglo, ha adquirido renovada fuerza, y todo indica que será la trinchera desde la cual se seguirá combatiendo a la globalización, y afirmando orgullos que eran extraños a una clase media cómoda y consumista pero que, gracias al ascenso generado por la prosperidad económica, es ahora la masa que determina con sus votos el destino de los gobiernos.
Es verdad que la nación, y su implícita apelación al sentido de comunidad –antes de transformarse en nacionalismo- es un factor que hace posible la vinculación de los individuos, y que dota de un vago sentido de identidad a eso que se llama “pueblo”. Sin embargo, de la “nación” nacen las ideas del “extranjero” y del “forastero”, que expresan una forma de exclusión respecto de quienes no comparten los modos, costumbres, idioma y valores que se sienten como propios. Por amistosos que seamos, en el común de los mortales, el sentimiento nacionalista alude a aquello de que nosotros somos “nosotros” y “ellos” son diferentes. Las elites, usualmente, no comparten ese modo de ser: son más universales y liberales.
El “veneno de la nación” llegó con el nacionalismo, esa degeneración perversa del sentimiento nacional, que transformó a la idea y al sentido de identidad en argumento para hacer la guerra, y en pretexto para perseguir a los diferentes, condenar a los disidentes y convertir a los símbolos nacionales en estandartes de represiones irracionales y de barbaries de todo orden. Los fascismos fueron, y son, el mayor ejemplo de semejante patología, que, penosamente, ha probado ser extremadamente contagiosa y recurrente.
¿Es posible “vivir la nación” sin ser nacionalista?